miércoles, 16 de febrero de 2011

Peña de Francia

Un pequeño grupo de buenos amigos del verano, todos ellos caminantes sin desmayo que han paseado su andariega afición a través de los más comprometidos parajes, me propusieron que les acompañase en su anual recorrido de ida y vuelta y a pie desde Sequeros a la Peña de Francia, la esbelta y vigilante Lancia Oppidana de los vettones, que preside recortada y orgullosa la cordillera al tiempo que regala su nombre en silencio y para siempre a una de las tres sierras del sur de la provincia. Fácil es suponer que la invitación se me ofrecía por igual tentadora y aventurada. Tanto fue lo primero que la acepté sin apenas cavilación y con esa gustosa inquietud que acompaña siempre a las citas primeras, sabedor yo pese a ello de la dificultad inevitable de tan largo camino para las clases urbanas.

La partida comenzaba en la plaza del Altozano de Sequeros, a las cinco y media de la mañana del primer martes del mes de agosto y con cincuenta quilómetros y diez horas largas de marcha por delante, pertrechados los viajeros eso sí (en mi caso tendría que lamentar más tarde una ausencia fatal) de cuantos utensilios se hacen precisos para estas ocasiones. La noche, que ya declinaba en su fulgor estrellado, acompañaba el tránsito de los viandantes con la tibia iluminación de una luna menguante que había decidido acompañar la marcha como si de uno más de nosotros se tratase.

Dejamos San Martín del Castañar a la izquierda, acometiendo la empinada y zigzagueante ascensión hacia la recta infinita y airosa que desemboca finalmente en El Casarito tras dejar la Nava a un lado. Y así, una aurora implacable y bella hasta la anulación de los sentidos (anunciada con calculada antelación por la presencia ruidosa e inquietante de las aves más madrugadoras) dejaba contemplar a los aturdidos viajeros un espectáculo portentoso, en el que valles apenas despiertos exhibían su vegetación poderosa y todavía incolora, así como montañas enlazadas se desperezaban de la bruma que envolvía su presencia en derredor, y todos estos personajes pugnaban entre sí por reclamar complacidos la mirada excluyente en tan sobrecogedor repertorio de la naturaleza. La expedición llegaba al fin a El Casarito, su primera parada, siendo las ocho y cinco minutos de la mañana.

Bastaron unos minutos de entrega momentánea al descanso en una fría y, en razón a la temprana hora, todavía desierta terraza de un merendero de El Casarito para que el grupo iniciase al fin, y tras dos horas y media de marcha a pie desde Sequeros (confío en que el lector guarde para sí recuerdo de la primera parte de esta narración), la ascensión a la Peña de Francia. No sé mis compañeros de ruta, que cuentan en su haber caminante con experiencia repetida de este mismo itinerario, pero yo ardía en deseos de sentir esta vez el “silencio de la cima” que Unamuno había descrito con belleza desbordada tras una estancia en el Santuario de la Peña y su cumbre silenciosa a más de mil setecientos metros de altura (Andanzas y visiones españolas): “y allí arriba, en la soledad de la cumbre, entre los enhiestos y duros peñascos, un silencio divino, un silencio recreador, silencio sobre todo”.

La subida por la carretera, que alternábamos con algún atajo apetecible a través de pedregosas veredas entre escobas y brezos, anuncia doce quilómetros de marcha a partir de la vertiente norte del macizo, que será rodeado en una espiral paulatina y trabajosa a medida que el empeño se hace más inclinado y exigente. Pudimos contemplar la fronda inmensa y boscosa de robles que acompañan el camino inicial, empeñados éstos en mostrar al viajero su color insolente y vivo envuelto por los rayos de un sol ya encendido por encima del horizonte como si de un celofán verde y delicado se tratase.

Yo había sentido hacía tiempo una molestia progresiva y persistente en mi pie izquierdo, alguno de cuyos dedos menores y sus respectivas uñas venían pugnando sin éxito por eludir como fuese la repetitiva e implacable rozadura del cuero de una bota negra (dos calcetines de por medio en el mismo sitio no habían conseguido de inicio la deseable prevención), que a estas alturas se proclamaba ya sin tapujos impropia para el recorrido y amenazaba con transmitir su terrible tintura a la piel magullada por la frotación. Los compañeros se percataron así de la afectación de mis andares por más que el cansancio estuviera lejos de llegar a mi cuerpo y en éstas, sobre las diez de la mañana y a seis quilómetros del destino, la fuente de Simón Vela nos ofreció por fin la oportunidad de un segundo descanso.

Ya en la fuente de Simón Vela, y tras el avezado consejo de los compañeros, la vuelta atrás para mí era cosa cantada. A todo esto, el lector tal vez deba saber que redacto estas líneas (la ocasión no hace al caso) en un café de la Marktplatz de Herrenberg (Baden-Württemberg, Alemania), rodeado por cierto por los cristalinos parajes de hayedos del parque natural de Schönbuch que invitan a ser recorridos. Pero sigamos. Después de insistir para que continuaran la ascensión a la Peña, apenas a seis quilómetros de su coronación aunque necesitados de un resuello sin precedentes en la marcha, prometí a los amigos que desharía parte del trayecto por mis limitados medios y les esperaría algunas horas más tarde en Los Robles de El Casarito, en que habíamos previsto el almuerzo común.

 El sol a dos horas del mediodía calentaba a sabiendas con la sola reserva de una brisa poderosa y resistente que ofrecía su asidero para alivio de los rigores del exceso. Cuando el grupo hubo desaparecido en la ruta, me dispuse a detener algún vehículo que descendiese de la cumbre con los deberes hechos. Esperé algún rato, prolongado más de la cuenta acaso para que me fuera permitido disfrutar de una sensación intensa más propia del placer que de la desventura, al tiempo que un todoterreno de color incierto detenía su fuselaje para atender el requerimiento del viajero maltrecho.

 Perdone, amigo (espeté a su conductor), ¿podría llevarme a Los Robles? Hombre, me dirijo a El Cabaco, pero no tengo inconveniente en desviarme y atenderle, soy el cura del Santuario. Qué bien, no sabe cuánto se lo agradezco, le decía por mi parte, pensando que la suerte se había aliado con mi cuerpo y quién sabe si también con mi alma. El breve trayecto se despachó en un momento, aderezado por una amable conversación y la predisposición grata del presbítero.

En el lugar acordado tuve que combatir la larga espera con las sonatas para piano de Mozart y los boletines horarios de la SER. Al fin, sentados todos a la mesa, sobre las tres de la tarde, dimos cuenta de la carne asada por encargo, buena de verdad, regada por un vino del que ahora no toca hablar. Yo naturalmente me fui en coche desde allí con Manuel Roda, que se había incorporado a la expedición junto a Miguel. Los otros, Andrés, Ángeles, Paco, Tere y Pepe, los héroes verdaderos de esta aventura, siguieron caminando hasta el final, que es también el de esta historia, que a todos ellos dedico con cariño.

Manuel Carlos Palomeque
[Publicado en La Gaceta Reional de Salamanca, 11 de agosto, 25 de agosto y 8 de septiembre de 2007]

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