miércoles, 30 de mayo de 2012

Embriagarse con tinta. Presentación, booktrailer, crítica y entrevista

Cartel


Booktrailer

Crítica

En la solapa de este libro afirma su autor, con un gesto de pudor, no ser escritor, al mismo tiempo que confiesa su pasión por la escritura, paradoja que el público ha de resolver mediante la lectura de los setenta y ocho textos breves que conforman las páginas de este Embriagarse con tinta que acaba de salir y que recoge una buena parte de las que durante los últimos diez años fueron columnas publicadas en las páginas de este mismo periódico, más un relato final asomo, quizá, de un Palomeque oculto de género negro y escenario bonaerense, en el que el azar mata mejor que la pistola. Por delante, el índice va encabezado por una veintena de fragmentos de una suerte de memorias que van del recuerdo infantil del mito futbolístico a la evocación de las amistades en el locus amoenus serrano, a los que siguen luego capítulos que ponen de manifiesto su debilidad por el cine, los libros y la música clásica, así como su opinión, desde una esquina del escenario, sobre asuntos relativos a la historia, la política, la sociedad y cómo nola universidad, con un último apartado de secuencias del Grand Tour de quien es también un viajero con mirada avisada.
En todo este recorrido brilla una escritura que sería cervantina si no fuera porque la ironía en ocasiones alcanza puntos de socarronería que el lector agradece porque marcan una prudente distancia que anula cualquier intención que pudiera parecer moralizante en quien no deja de ser un didacta, alejamiento que en todo caso entiendo como sabiduría de autor que tiene por averiguado que el público de hoy no está para ínfulas.
El ágil estilo, pues, con que está escrito y armado el libro hace que el lector se conduzca con voracidad (qué mejor elogio para un autor que ese tópico), a tal extremo que por ejemplo después de leer el texto titulado “Vienna y Johnny” este que firma no paró hasta volver a contemplar la película a que hace referencia, Johnny Guitar, porque la simple descripción de una escena impulsa a hacer una relectura del film con ojos distintos. Voracidad que no estorba para que el lector recule más de una vez sobre la misma página ante las reflexiones que Palomeque desgrana por aquí o por allí sobre lo uno y lo otro, meditaciones al cabo que agrandan el valor de lo que pasaba por ser un comentario, valga el ejemplo del que hace sobre el concepto del arrepentimiento en el texto titulado “Ingrid Bergman”.
Todo ello está hecho, como digo, en el espacio contenido del género de la columna, en el que el autor nada con la solvencia del buen conocedor de sus técnicas, donde la economía lingüística no es óbice para la brillantez estética, donde la contención argumental no impide el hallazgo verbal. Leídos ahora de corrido nos ofrecen una visión de los vientos que mueven a Palomeque a poner por escrito su pálpito del mundo y se convierten en una reflexión lúcida sobre el devenir de la cultura, del hombre en sociedad y de las vicisitudes de la vida.
José A. Sánchez Paso, La Gaceta Regional de Salamanca, Domingo a fondo, 27 de mayo de 2012

Entrevista

Entrevista de Antonio Casillas, La Gaceta Regional de Salamanca,
 27 de mayo de 2012.

sábado, 12 de mayo de 2012

Embriagarse con tinta. Propósito y prólogo


Manuel Carlos Palomeque López
Embriagarse con tinta
Editorial Comares, Colección La Vela Narrativa, Granada, 2012, 248 pp.
Prólogo de Antonio Colinas
Pintura de cubierta de Miguel Elías
Propósito

«Embriagarse con tinta es mejor que embriagarse con aguardiente».
De este modo, elocuente donde los haya, confesaba Gustave Flaubert, en carta dirigida desde Croisset el primer día de 1869 a su amiga y maestra George Sand, su pasión febril por la escritura y la creación literaria. «[…] ¡Por más que sea arisca [proseguía el autor de Madame Bovaryen en el mismo párrafo, haciendo gala eso sí de su proverbial misoginia], la Musa da menos disgustos que la Mujer! No las puedo poner de acuerdo [enfatizado en el original]. Hay que optar. ¡Elegí ya hace mucho tiempo!».
Es verdad que el escritor ya había hecho saber esta opinión muchas veces, pero acaso nunca de manera tan bella y rotunda como en otra carta a la escritora Marie Sophie Leroyer de Chantepie, fechada asimismo en Croisset aunque diez años antes, el 4 de septiembre de 1858: «La única forma de soportar la existencia consiste en aturdirse con la literatura como en una orgía perpetua. El vino del Arte causa una larga embriaguez y es inagotable».
Se haga con tinta o con ordenador, lo cierto es que la “embriaguez de la escritura” se ofrece a quienes decidan sumirse en ella como esa vaporosa condición doble que, por un lado, impulsa a uno a adentrarse con gustoso temor en su lógica acaparadora y, por otro, le es proporcionada cual misteriosa retribución tan pronto como inicia el relato de palabras y oraciones. Yo no soy escritor, aunque desde luego escribo (¿se puede no ser aquello que se hace?), pero el sueño literario es para mí, ya lo dije en otra ocasión semejante, el anhelo por escribir, por hacer discurrir a través de la palabra escrita y de la construcción sintáctica «la visión propia de los procesos sociales y de los comportamientos de las personas, a propósito de los más variados pretextos» (M. C. Palomeque, El festín de la palabra, 2004). Y, permítaseme la confesión, yo “me embriago con tinta” todo lo que puedo. Leo y escribo, escribo y leo, que tanto monta, pero no leo, tal como el mismo Flaubert aconsejaba que se hiciese a Leroyer de Chantepie en una de las cartas referidas, como leen los niños, para divertirse, ni como leen los ambiciosos, para instruirse, sino «para vivir».
Embriagarse con tinta recoge, así pues, una amplia selección de textos de opinión y de creación literaria de mi autoría, casi todo ellos ya publicados entre 2004 y 2010 (alguno rescatado de fuentes anteriores) y procedentes también en su mayor parte de la colaboración periodística que he mantenido durante algo más de seis años en La Gaceta Regional de Salamanca, con el propósito decidido, al igual que ya había sucedido con una antología anterior, de que «juntos en un libro, se salven de la volatilidad aneja a la prensa y sean fácilmente consultables por los lectores» (F. Lázaro Carreter, El nuevo dardo en la palabra, 2003). Se reproducen naturalmente en su literalidad originaria, a salvo si bien de alguna esporádica actualización de estilo e índole menor, amén de su obligado paso por las nuevas reglas ortográficas de la lengua española acerca de las tildes.
Los ochenta y seis artículos y un relato incorporados a este libro han sido agrupados de modo sistemático en nueve capítulos, más allá por cierto de su cronología propia y en razón por tanto a la pertenencia temática de cada uno y al juego consiguiente de sus afinidades respectivas. Aunque es verdad que no pocos admitirían sin forzamiento una adscripción múltiple, en la medida en que los criterios utilizados para la división capitular de la obra no son homogéneos, como se verá de seguido, exhibiendo por momentos un calculado solapamiento.
El capítulo primero incorpora, con el felliniano título de Amarcord, hasta veintidós recuerdos de la mano de otros tantos textos de carácter personal y autobiográfico, a modo de repaso discontinuo a mi memoria, larga ya, a través de un selectivo muestrario de la misma, en el que desde luego «los tiempos y las personas que objetivamente han desaparecido, no han desaparecido en mí, en modo alguno, y la prueba son estas mismas páginas» (J. Marías, Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás, 2008). Pero es claro que mis recuerdos están presentes y son evocados también, ¡cómo podía ser de otro modo!, en numerosos textos de los restantes capítulos del libro, con la sola diferencia en su contra de que no han merecido ser tratados como tales y que no disponen por ello de butaca propia en la rememoración oficial.
Los demás capítulos siguen ya, por su parte, un orden temático horizontal: cine y películas, libros, escritos y lecturas, música y músicos, historia y política, sociedad, universidades y universitarios y viajes. Para concluir con un relato que se incluye a modo de estrambote (En el Café Tortoni) y que luce desde el principio entre sus páginas un magnífico dibujo de Miguel Elías. Dentro de todo lo cual, no puede decirse que la adscripción plural de los textos no sea visible ciertamente en la mayoría de ellos. Referencias entrecruzadas entre cine y música, menciones y comentarios a libros y escritos que se esparcen por doquier, asuntos sociales y universitarios indistintos, viajes más allá de los viajes tenidos formalmente por tales, son así, entre otras más, algunas de las pruebas de la interconexión temática que ofrece el conjunto de la obra. Porque, lejos de tratarse ahora de una amalgama de piezas dispersas, pese a haberlo sido en efecto en origen (se recogen en el texto al final las procedencias o créditos de cada título), el libro responde decididamente a un propósito unitario cuyo telón de fondo se levanta con la mirada plural que dirijo al teatro del mundo en que vivimos.
Todo ha sido posible, a fin de cuentas, por la impagable confianza que tanto mi amigo José Luis Monereo como Editorial Comares han extendido sobre este proyecto literario que desde luego mucho agradezco. También mi gratitud superlativa a Antonio Colinas, poeta y escritor exquisito y de extraordinario relieve, cuya generosa predisposición a prologar este libro mucho me enorgullece, más allá a buen seguro de la relación de amistad que nos une desde hace tiempo y de la admiración agrandada que le profeso. Y, en fin, a Miguel Elías y a su pintura emocionante y persuasiva que de nuevo, y ya son muchas las muestras de entrega del artista y amigo hacia mi persona, ilustra la cubierta de un libro mío y sume a quien esto escribe en algo muy cercano a la felicidad.
Manuel Carlos Palomeque
Sequeros, marzo de 2012


Prólogo

La palabra en libertad (fundamentada)

Estas palabras de salutación para el libro del profesor Manuel Carlos Palomeque, bien podrían haber sido otras. Por ejemplo: “La dimensión humana del especialista”. O: “La fe en la cultura como sustrato de la vida”. Pero enseguida comprenderíamos que habríamos caído en la fijación de tópicos. Los tópicos que, evidentemente, albergan algo de verdad, pero no toda la verdad. Y es que estos textos –ofrecidos aparentemente bajo la apariencia de recopilación de artículos– son en realidad mucho más, con lo que el libro adquiere una dimensión más abarcadora: es una obra creativa y de creación unitaria, y no es una mera recopilación de textos, una obra de aluvión.
Quizá para librarse de cualquier tópico a la hora de las valoraciones, el profesor Palomeque ha optado por introducir en el título de su obra un término, “embriargarse”, que libra a su mensaje de cualquier interpretación esclerotizada, de cualquier fácil aproximación, de cualquier erudición huera. Y no es que con él nos sumerjamos en un sentir y en un pensar entregados a lo meramente dionisíaco, a un tipo de embriaguez que conduce al vacío o al olvido, a la ausencia de testimonio o al alarde “culturalista”. Estamos, por el contrario, ante unos textos que remiten a la embriaguez de sentir la escritura como expresión suprema de cultura y, por extensión, por expresión amena de vida.
Porque sobre todo hay vida en estos textos ágiles e inteligentes, que siempre nos llegan avalados por una cultura no de oropel, sino asumida, vivida. El cine, la música, la literatura, no aparecen en esta obra como alarde erudito o relleno para impresionar, sino que son la misma fuente originaria del sentir y del pensar, del cada día de este profesor que, además, se ha permitido el lujo de crear estos textos, de ser un escritor. Sí, escritor siendo a la vez un brillante especialista en un campo tan específico como es el del Derecho del Trabajo. Por eso, escribía antes que estas páginas mías podían haberse titulado también “La dimensión humana del especialista”. Es decir, Manuel Carlos Palomeque es maestro ejemplar en una materia muy concreta, pero no por ello está dispuesto a caer en la aridez o el exclusivismo sin salida de algunos especialistas. En él se dan también una actitud valiente y una sensibilidad ávida de otros saberes. Y esto es lo que le conduce, a él y a sus textos, a la libertad creadora, a un tipo de saber que se nutre de muchos saberes.
Aquí radica otra de las características primordiales de este libro: en él los mensajes que se nos transmiten se interrelacionan, dándose lo que el autor reconoce como “referencias entrecruzadas”. No se hallará por tanto en estas páginas huella alguna de dogmatismo. Estamos ante un ser que siente y piensa (y escribe en este caso) con libertad. Y escribe, sí, como escritor que es. Es necesario que insistamos en este punto porque hay un momento en el que Palomeque duda y se plantea de manera expresa una pregunta: “¿Yo soy escritor?” Desde luego que lo es.
Para ello basta someter a su libro a la primera de las pruebas a la que cualquier obra literaria que se precie debe someterse: la de la amenidad, la del probar a quedarse atrapado en la lectura. Por eso, comenzamos a leer y ya desde los primeros capítulos comprobamos que no estamos ante unas páginas que se rellenan, ante una simple recopilación de datos, sino ante una obra de sentido unitario, muestra de creación viva. Avanzaremos en la lectura, superaremos esa prueba que los libros exigen de haber llegado a la veintena de páginas, y seguiremos atrapados en cuanto se nos dice, en estas prosas jugosas que, a la vez (y más allá de la orientación temática de las secciones), responden a un afán global de explicar la realidad feliz y gustosamente.
Con ello, el profesor Palomeque no ha hecho otra cosa sino sentirse fiel al criterio machadiano de que, ante todo, el poeta (el escritor) debe ceñirse a expresarse sin rigores teóricos, para decir simplemente lo que su ánimo quiere y debe decir. Fluye así esta prosa con naturalidad, sin falsos aderezos, y en ello radica otra de esas virtudes primordiales que yo quisiera dejar fijadas con estas escasas palabras.
Hay también en el embriagarse escribiendo (no olvidemos el título de su anterior libro, El festín de la vida, 2004), una fidelidad a la memoria, ese manantial sin el cual la palabra del escritor no es nada. No es raro, por ello, que más allá de las muestras vivas de la cultura expresada a través de películas, lecturas y melodías, el autor se remonte a la memoria primera. De aquí que cite el delicioso arranque de la obra maestra de Marcel Proust para recordarnos a esa madeleine de la que puede brotar el manantial de la memoria infantil: un viaje al norte, unas vacaciones, una bicicleta, una playa, una película, los primeros tebeos y novelas, la contemplación de un determinado paisaje infantil o de ciertas vivencias… Son las raíces de lo que luego el escritor, la persona, va a llegar a ser en su madurez plena. De ahí que también debamos decir que Palomeque, el autor de este libro, es una persona con raíces. Ello es lo importante y por eso su estilo posee quizá el don de lo escueto, de la brevedad, que no siempre es fácil. También la ausencia de lo monotemático, pues entre la crítica a una película sobre Di Stefano a la ascensión a la Peña de Francia, temas y circunstancias discurran sin reservas. Y ese relato final, en el que el artículo o el breve ensayo tiende de una manera más osada a la narración pura.
Muchas cosas debieran decirse sobre el fundamentado sustrato cultural que posee este libro. Nos bastaría con subrayar algunas inteligentes valoraciones de determinadas obras (aquí, por ejemplo, por citar una sola de ellas, la de Guerra y paz de Tolstoi), en las que se busca el sentido de universalidad. Es madrileño el autor, pero sabe sentir y no olvidar sus contemplaciones en Galicia o en Sequeros; y, por supuesto, la ciudad en la que vive, Salamanca, está traspasada de ese sentido de universalidad. La presencia de Rostropovich con la London Symphony Orchestra en la ciudad del Tormes, o los conciertos de El Mesías y el Amadigi de Gaula de Händel, apuntan hacia dónde está para él –junto a sus lecciones universitarias– la Salamanca esencial.
Algo hemos dicho ya de la libertad que empapa estos textos, que se manifiesta tanto en la interpretación de las obras artísticas como en las vivencias (sutil y hermosa la anécdota del estudiante de Derecho y su contrabajo). Ironías como las mostradas hacia los best-sellers o hacia el cine de Garci acompañan la valoración positiva de las grandes obras del clasicismo literario o cinematográfico. A veces, el lector siente como su misma memoria se aviva al contacto con anécdotas con las que nos identificamos. Así, el Evgeni Onegin de Chaikovski, que Palomeque escucha en Munich, nos recuerda al que nosotros escuchamos un día en Budapest y su fervor por la ópera italiana me recuerda al de mi admirado Stendhal, –rossiniano por excelencia–, el cual huía de Milán en su carruaje (ciudad, por cierto, pródiga en óperas) para asistir a más secretas representaciones en un teatro de madera que había en la Piazza Vecchia de Bérgamo. Para llegar a esta ciudad nos dice en su Journal que recorría, ¡entonces!, “el paisaje más bello del mundo”.
Supera este libro la prueba de abordar temas más delicados, muy de nuestros días, como pueden ser los de sociedad o política. La razón le salva a Palomeque de cualquier apasionamiento extremo o del sectarismo. No encontraremos en estas secciones las valoraciones de lo que él llama los “criticastros”, ni creerá con Hobbes que “el hombre es un lobo para el hombre”. Hay siempre en las páginas que siguen –quizá porque las abrillanta la ironía y el fino humor– una pátina de liberalidad y de esperanza que rehúye cualquier secuela de dogmatismo. No le pasan inadvertidas las masacres de la historia y las acometidas de los totalitarismos, pero reservará su ironía para este país nuestro conformado paradójiamente por “naciones” y “nacionalidades”. Viva se recuerda la corrupción urbanística y la presencia de “prelados dirigentes”, pero siempre lo que para él cuenta será una política con “la buena salud que se merece”, la democracia concebida ante todo como una “actividad racional”. (Aquí su fundamentado recuerdo para la idea de otro escritor, para otra lectura: el Lampedusa de El Gatopardo, para la afirmación de que es fácil y estúpido que se pretenda que todo se reforme para que, en el fondo, todo quede igual.)
No debe el prologuista decir más. Ni puede añadir algo que no sea animar al lector a que se sumerja en las páginas que siguen con la seguridad de que no se sentirá defraudado. Liberalidad, amenidad, inteligencia, sustrato cultural fiable, vida sin máscaras, convincente amor a las distintas artes, son presencias que a cada momento avalan la fluidez y validez de los textos. Sí, es posible la “embriaguez de la tinta”, la embriaguez de la escritura, los frutos que la mente del especialista ofrece cuando abre su mente (y sobre todo su corazón) a los demás.
Antonio Colinas
Salamanca, marzo de 2012