miércoles, 30 de noviembre de 2011

Santa Cruz de Tenerife (27 noviembre 2008)

Seminario Internacional sobre Migraciones internacionales, acción de la OIT y política europea, Universidad de La Laguna, Tenerife, 27 y 28 de noviembre de 2008

Margarita Ramos y Carlos Palomeque, al fondo Rafael Sastre
Santa Cruz de Teneride, Hotel Contemporáneo

lunes, 3 de octubre de 2011

La agenda oculta del contrato de trabajo al descubierto


La construcción jurídica del contrato de trabajo ha seguido históricamente, hasta alcanzar la figura su plena efectividad social dentro del sistema económico que la ha visto nacer, y no importa en qué escenario nacional se haga la oportuna observación, una secuencia institucional jalonada por tres fases o etapas sucesivas perfectamente diferenciadas en el tiempo, aunque lógicamente de cronología variable en función de los ordenamientos jurídicos de referencia.
Un momento preliminar es, por lo pronto, el del préstamo institucional. A la hora de buscar una cobertura jurídica necesaria para la articulación formal de las nuevas relaciones de trabajo asalariado definitorias del sistema de producción capitalista industrial, resultaba imprescindible el recurso al contrato de arrendamiento de servicios que, procedente de la vieja locatio conductio operarum romana, es recogido sin excepción en los códigos civiles del XIX, siguiendo la pionera y fecunda experiencia del code francés de 1804. Se trataba, a fin de cuentas, de una operación forzada y de urgencia ante el vacío institucional circundante.
Un segundo momento, el del hallazgo de una nueva tipicidad contractual, se produce ciertamente cuando se abre camino la elaboración teórica que habría de conducir al alumbramiento de la categoría dogmática del contrato de trabajo, con la consiguiente ruptura por parte del naciente negocio jurídico con los anclajes institucionales precedentes. Se está, desde luego, en el período de emergencia histórica del derecho obrero como conjunto integrado de normas y elaboración doctrinal resultante, que pone “bajo la lente de la observación científica” el nuevo tejido institucional que se había venido formando sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX y que experimentará a principios del siguiente un extraordinario proceso de expansión normativa, con la Organización Internacional del Trabajo (1919) y su labor legislativa a la cabeza. El nacimiento del contrato de trabajo, como instrumento propio y diferenciado que se ofrece para la articulación jurídica de las relaciones de trabajo asalariado y por ende de las relaciones de producción del sistema económico capitalista, es sin duda un acontecimiento crucial en la historia científica del derecho del trabajo.
Y, en fin, el tercer momento o fase de esta sucesión institucional, el de la regulación del contrato de trabajo, tendrá lugar cuando el Estado se ocupe de elaborar una disciplina legislativa propia para el nuevo negocio jurídico que habrá de formar parte del sistema jurídico general. Lo que, ciertamente, tardará en suceder en todos los ordenamientos y ello no será por cierto sin la superación de inconvenientes políticos y jurídicos de consideración. En España, singularmente, la crónica de la regulación jurídica del contrato de trabajo es la propia de la dificultad extrema que ha acompañado en la historia a las iniciativas reformistas más sinceras y coherentes de la burguesía liberal, radicadas de lleno en el quehacer del Instituto de Reformas Sociales (1903).
De la absoluta insuficiencia de los cinco preceptos que nuestro Código Civil (1889) destinaba a la contratación laboral, dentro naturalmente del arrendamiento de obras y servicios («del servicio de criados y trabajadores asalariados», arts. 1.583 a 1.587) se era ya consciente paradógicamente al tiempo de la promulgación de aquél. Así tenía ocasión de reconocerlo de modo paladino, por cierto, la Real Orden del Ministerio de Gracia y Justicia de 9 de noviembre de 1902, por la que se encomendaba a la Comisión General de Codificación la reforma, con arreglo a bases adjuntas, del capítulo del Código Civil destinado a la regulación del arrendamiento de obras y servicios y que constituye verdaderamente el primer intento de regulación específica del contrato de trabajo fuera del cauce genérico del arrendamiento civil: «[…] Constituye el contrato de trabajo, a que se refiere el Código civil en el capítulo 3º, título 6º, libro 4º, una de las materias más deficientemente reguladas, como convence la lectura de los pocos artículos que de él tratan, deficiencia tanto más señalada cuanto que aquél se refiere a relaciones íntimamente ligadas con las cuestiones sociales, que tanto han preocupado siempre, y hoy más que nunca preocupan a todos los gobiernos, sin que baste para suplirla y subsanarla la aplicación de los principios generales en que se basan las obligaciones, pues, dada su especialidad, alcance, trascendencia y orientación de las ideas modernas, exige dicho contrato, acaso más que alguno otro, la expresión en la ley de reglas que le condicionen con la suficiente minuciosidad, como se condicionan las demás que el Código especifica [...]».
No era esta, sin embargo, la opinión de Segismundo Moret, tal y como se desprende de la Circular que como ministro de la Gobernación dirigía a los gobernadores civiles el 21 de junio de 1902 acerca de las huelgas de los obreros, que calificaba el marco normativo civil del arrendamiento de servicios como «fórmula suficiente, acabada, en armonía con las condiciones de las poblaciones rurales, y en el fondo practicada siempre que la buena fe preside a los compromisos entre obreros y patronos»: «[…] Las frecuentes consultas que a este Ministerio dirigen los Gobernadores, y a éstos los Alcaldes de los pueblos donde los obreros se declaran en huelga, especialmente si ésta tiene carácter agrario, demuestra que, tanto los obreros como los patronos, apenas tienen concepto del contrato de trabajo y de las obligaciones que mutuamente les impone. Para la gran mayoría de unos y otros, o el contrato no existe, o la noción que de él tienen es tan vaga, que se desvanece por completo en el momento de ponerla en práctica [...]. Y, sin embargo, no puede decirse que nuestra legislación civil haya olvidado lo que al contrato de trabajo se refiere. El Código civil lo reconoce y regula en el capítulo 3º, título 6º del libro 4º, estableciendo que puede celebrarse sin plazo fijo, por cierto tiempo y para una obra determinada (art. 1583). Lo único que prohíbe es que se extienda a toda la vida, restricción por extremo interesante y de gran trascendencia en estas empeñadas cuestiones [...]».
Con todo, luego de unas Bases para un proyecto de ley acerca del contrato de trabajo presentadas al Instituto de Reformas Sociales, suscritas por Gumersindo de Azcárate y otros juristas, se presentaba el 11 de mayo de 1905 un proyecto de ley de contrato de trabajo redactado conforme a los acuerdos del Instituto, que constituye, sin la menor duda, un documento jurídico insustituible para el conocimiento de la gestación de la primera ley española sobre el contrato de trabajo y, en todo caso, para valorar la excepcional contribución realizada por el Instituto de Reformas Sociales y los hombres a su servicio al proceso de reforma de las relaciones de trabajo y de su marco normativo.
A pesar de todo, cuantos intentos, como éste, de llevar a la letra de la ley las propuestas del Instituto fueron acometidos durante ese tiempo encontraron de modo invariable el rechazo y la oposición parlamentaria por toda respuesta. Tales fueron además, ciertamente, es verdad que provistos de alcance y orientación harto diversos, los proyectos Dávila (1906), de la Cierva (1908), Merino (1910), Sánchez Guerra (1914), Ruiz Jiménez (1916) y Burgos y Mazo (1919). Todavía el 3 de enero de 1921, el Ministerio de Trabajo dictaba una Real Orden, dirigida al Instituto de Reformas Sociales y no publicada en la Gaceta ni en el Boletín de este organismo, por la que se fijaban, a modo de programa de trabajo, las cuestiones que debían merecer la atención y el estudio inmediatos del mismo, entre las que figuraba precisamente el contrato de trabajo. En cumplimiento de todo lo cual, los servicios técnicos del Instituto formulaban un cuestionario y, basándose en las respuestas recibidas, procedían a elaborar un anteproyecto de ley de contrato de trabajo, que era sometido a la deliberación de su Consejo de Dirección el 19 de septiembre de 1921. El anteproyecto, que comprendía diez capítulos con noventa y nueve bases y contenía innovaciones de suma trascendencia [la regulación del control obrero en la empresa, señaladamente, bases 95 a 99], era discutido y finalmente aprobado por dicho Consejo en sesiones celebradas entre el 29 de octubre de 1921 y el 16 de octubre de 1922. Con todo, el documento resultante no iba a ser aprobado por el Pleno del Instituto hasta el 19 de febrero de 1924, acordándose un texto de siete capítulos con un total de setenta y cinco artículos.
Tendrían que transcurrir ocho años más, sin embargo, hasta que la Ley de Contrato de Trabajo de 21 de noviembre de 1931, dentro ya de un nuevo período de nuestra historia y de la mano del reformismo republicano-socialista, recogiese los trabajos y propuestas elaboradas por el Instituto, si se tiene en cuenta que la regulación sistemática del contrato de trabajo que había llevado a cabo el Código del Trabajo de Primo de Rivera en 1926 [la primera, en realidad, dentro de nuestro ordenamiento jurídico] se apartaba considerablemente de las orientaciones de política legislativa originarias.
Ahora bien, la construcción jurídica del contrato de trabajo, más allá por cierto de los avatares políticos y técnicos de su regulación legislativa en uno u otro ordenamiento [a los que se acaba de hacer breve mención en el nuestro], cuenta desde luego con otra historia interna y subyacente, incomparablemente más rica y explicativa, que no suele merecer hoy por lo común la atención de los juristas del trabajo, tal vez por la extraordinaria dificultad que comporta acceder a ella a través de sus fuentes directas, cuando no acaso por la errónea creencia que exhiben tantos de los nuestros de tener ese asunto, si es que alguna vez llegaron a detectarlo, por superfluo e inconveniente.
Es, naturalmente, la historia de las ideas políticas sobre el trabajo asalariado, de su fundamentación teórica como realidad social explicativa del modo de vida contemporáneo, al hilo claro es de las transformaciones institucionales del capitalismo. La historia, por decirlo con el autor de este libro, de «los fundamentos de su origen, [de] las ideas o movimientos sociales que inicialmente [lo] conformaron». Del pensamiento político, económico y social, en suma, que reflexionó de modo e influyente sobre la edificación a que estaba asistiendo de la sociedad industrial y del trabajo productivo para otro.
Y este es el escenario preciso en que el profesor Manuel Álvarez de la Rosa sitúa la ambiciosa y certera exploración a que ha dedicado varios años y que luce soberbia ya en este extraordinario libro que me complace tanto presentar aunque no necesite de ello, La construcción jurídica del contrato de trabajo. Lleva a cabo éste, así pues, una lectura pormenorizada y luminosa de la verdadera agenda oculta de la disciplina jurídica del trabajo asalariado, de sus señas de identidad íntimas, de su estructura cromosómica de origen, con el propósito confesado de servir al quehacer intelectual del tiempo presente. «No busco en el análisis histórico [explica sin ambages el propio autor] respuestas a las preguntas que hoy nos hacemos sobre el trabajo y su regulación jurídica. Tal postura es, sin más, un anacronismo. Otorgo a lo histórico [prosigue la explicación] otro papel metodológico, el de una ayuda para formular correctamente las preguntas sobre el trabajo de hoy. Busco, de esta forma [y concluye la oportuna advertencia], el camino hermenéutico para comprender las aportaciones que conforman nuestro acervo cultural y que han tenido la eficiencia precisa para ser incorporadas a técnicas jurídicas específicas y decisivas que giran en torno al contrato de trabajo».
Todo arranca, es verdad, de la afirmación histórica de la libertad de trabajo, de la libertad de cada uno de elegir y contratar su propio trabajo frente al sistema precapitalista de trabajo corporativo regulado, cuando no forzado. En el caldo de cultivo, ciertamente de las aportaciones de Turgot y de Adam Smith en los cimientos de la sociedad industrial, que reviven con fuerza en el período de la Revolución Francesa [de la Ley D’Allarde a la Ley Le Chapelier] en su confrontación con el derecho al trabajo y la protección de la indigencia. La búsqueda de un arrendamiento como herramienta de cobertura para la relación de trabajo asalariado será la misión subsiguiente para Domat, Pothier, el code civil francés y la dogmática romanista retomada. La racionalización de la actividad industrial vendrá de la mano de Saint-Simon y de Tocqueville, de mismo modo que la organización obrera de la de Marx. La subordinación del trabajo será, a la postre, la llave maestra del contrato de trabajo, del mismo modo que se abría camino la intervención legislativa del Estado en la “cuestión social”.
El recorrido que propone Álvarez de la Rosa es apasionante como pocos, al tiempo que asegura a quien lo siga con atención una gratificante y justa recompensa en forma de explicación imponente y cabal del friso de ideas y elaboraciones que han acompañado a las categorías jurídicas de nuestro universo científico y académico. Y, sin más dilación, invito al lector a comprobarlo de inmediato, a partir de una escritura tan rigurosa como amable, la que el autor exhibe de principio a fin, que es capaz de desentrañar, como si de un relato desenfadado de tratara, lo que para muchos han sido siempre intrincadas construcciones del pensamiento humano.
En mi discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universidad de La Laguna (Mi querida Universidad de la Laguna, Un viaje sentimental a través de cuatro prólogos), pronunciado en ésta el 10 de marzo de 2005, me enorgullecía desde luego con la siguiente confesión, al rememorar mi incorporación al Estudio Fernandino en la primavera de 1979: «[…] También estaba con nosotros Manuel Álvarez de la Rosa, con quien de inmediato comencé a establecer, no ya una relación profesional estrecha acerca de la elaboración de su tesis doctoral, sino, lo que es mucho más importante, una vinculación de amistad plena e imperecedera que le han convertido en persona principal dentro de mi vida”. Hoy, nada menos que treinta y dos años después y en ocasión altamente simbólica de este acontecimiento editorial sobresaliente que aquí nos une de nuevo, puedo asegurar con emoción y la prueba del tiempo que así ha sido.

(Prólogo a M. Álvarez de la Rosa, La construcción jurídica del contrato de trabajo, Editorial Comares, Granada, 2011)  

jueves, 15 de septiembre de 2011

Bolonia, Italia

Le due torri (Garisenda e degli Asinelli) (s.XII)

Julio Cordero, Piazza Maggiore, chiesa de San Petronio (s. XIV)


Via Santo Stefano

(XXIII aniversario de la firma de la "Magna Charta Universitatum",
Bolonia, Aula di Santa Lucia, 15 y 16 de deptiembre de 2011)

jueves, 7 de julio de 2011

Jorge Semprún y la memoria permanente del Mal radical

Jorge Semprún, escritor brillante, guionista cinematográfico, poeta y ensayista, luchador en la Resistencia, deportado durante casi dos años en el campo nazi de Buchenwal ("Weimar, ciudad de cultura y campo de concentración"), miembro del comité ejecutivo del partido comunista y expulsado después de la organización por su disidencia ideológica, crítico sobrevenido y feroz del estalinismo  (el Federico Sánchez de su demoledora Autobiografía), ministro de cultura en uno de los gobiernos de Felipe González, ha escrito varios libros de memorias y alguna novela. Toda su obra en conjunto es, sin embargo, una lúcida y unitaria reflexión sobre la abominación de que es capaz el hombre, sobre la experiencia del Mal radical y sobre la necesidad de escribir a pesar de esta angustiosa comprobación. El propio Semprún da cuenta de todo ello, de modo especial, en un libro inolvidable, La escritura o la vida (1995), seguramente su más racional y conmovedora confesión... "Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor forma de conseguirlo es la escritura. En eso estoy: sólo puedo vivir asumiendo esa muerte mediante la escritura, pero la escritura me prohíbe literalmente vivir"..."Me convertí en otro para poder seguir siendo yo mismo", porque "la escritura me ha vuelto otra vez vulnerable al desasosiego de la memoria". Jorge Semprún es verdaderamente uno de los pocos imprescindibles. Como ha dicho Claudio Magris, el amigo que uno querría tener, tanto cuando se está de fiesta, como cuando arrecia el leviatán. 


martes, 14 de junio de 2011

Guzmán Gombau fotografía el VII Centenario de la Universidad de Salamanca

"Guzmán Gombau fotografía el VII Centenario de la Universidad de Salamanca (1953-1954), Liberalización cultural y apertura internacional de la universidad franquista"
(Exposición 15 de junio-2 de octubre-2011, Sala de Exposiciones, Patio de Escuelas Menores, Universidad de Salamanca)


Manuel Heras, Carlos Palomeque y Julio Cordero
(Sala de Exposciones, Patio de Escuelas Menores, Universidad de Salamanca)

Programa de mano de la exposición

La Universidad de Salamanca llevaba a cabo, a través de las celebraciones habidas durante 1953 y 1954, la conmemoración de sus setecientos años de existencia, tomando para ello como referencia el día 8 de mayo de 1254, en que el Rey Alfonso X El Sabio promulgaba una real cédula de reorganización jurídica del Estudio. Siendo así, sin embargo, que la crónica institucional de nuestra Academia había arrancado cuatro décadas antes, en 1218 con exactitud, de la mano de la decisión fundacional de su abuelo Alfonso IX de León. De este modo, las autoridades políticas y universitarias del Régimen eligieron el momento adecuado para acometer una vasta operación de legitimación académica exterior del Estado nacional, al mismo tiempo que comenzaban a abrírsele los foros internacionales de la posguerra. La mirada fotográfica de Guzmán Gombau sobre este VII Centenario “diferido” de la Universidad de Salamanca ofrece desde luego un testimonio medido y extraordinario de aquella historia.
«Con emocionada alegría y ansia de renovada grandeza acude esta Universidad a las fiestas de su VII Centenario […]».
De modo tan retórico como excesivo, habitual por lo demás en el lenguaje administrativo del momento político, comenzaba el Rector Antonio Tovar Llorente la memoria que dirigía el 17 de marzo de 1953 al Ministerio de Educación Nacional, acompañando el “proyecto de presupuesto de gastos” que la Universidad de Salamanca proponía «para atender a la conmemoración del VII Centenario de su fundación». Se disponía ésta, así pues, a celebrar la memoria de sus setecientos años de antigüedad. O, mejor dicho, de su reorganización jurídica o “constitución definitiva” por el Rey Alfonso X El Sabio, el 8 de mayo de 1254. Porque, no debe ser olvidado, la crónica institucional de nuestra Academia había comenzado ya verdaderamente cuatro décadas antes, en 1218 con certeza, con la decisión fundacional de su abuelo Alfonso IX de León.
Las celebraciones de este VII Centenario diferido de la Universidad de Salamanca se extendieron realmente a lo largo de los años 1953 y 1954, a través de acontecimientos dispares como las Jornadas de Lengua y Literatura Hispanoamericanas, la Asamblea de Universidades Hispánicas y, en fin, los doctorados honoris causa que recibieron de modo separado Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado y dictador, y diez profesores extranjeros. Y de todo ello iban a dar cumplido testimonio desde luego las extraordinarias fotografías que Guzmán Gombau Guerra (Salamanca, 1909-Madrid, 1984) habría de dejar para la posteridad. Fotógrafo perteneciente a la segunda generación de la escuela gráfica salmantina de los Gombau, nos ha legado retratadas las ceremonias del Centenario, a través de más de quinientas instantáneas en blanco y negro e inéditas en su mayoría, conservadas en excelente estado y digitalizadas gracias a los desvelos de su hijo Jorge Gombau.
Sin que verdaderamente el VII Centenario de la Universidad de Salamanca, conmemorado con retraso en plena etapa azul del franquismo, ni tampoco los acontecimientos patrióticos que lo envolvieron, deban ser tenidos con seguridad como paradigma de celebración, en la medida en que los tiempos políticos de entonces y de después impiden lógicamente cualquier comparación rigurosa entre dictadura y democracia, lo cierto es que la Universidad de Salamanca transitó a lo largo de aquellos años por una senda de indudable interés histórico que ahora queremos descifrar. Y desde luego, pocos expedientes se ofrecen tan atractivos para llevar a cabo este propósito como la “mirada” de la conmemoración y de sus actividades que transmite la fotografía amasada de Guzmán Gombau, para situar al observador que se detenga en ella ante los detalles de ese “otro VII Centenario”, el de los gestos y ademanes complacidos o ansiosos de sus protagonistas, en el uso de la palabra o en la difusión pública de sus vestimentas académicas en procesiones y cortejos, el de la expectante curiosidad de mirones y transeúntes, el de, en fin, los trazados arquitectónicos de tantos monumentos asombrosos como se dignaron prestar sus orgullosos portes para los festejos.
A ello responde precisamente la exposición que la Universidad de Salamanca ha preparado, de la mano de la Oficina del VIII Centenario y del Servicio de Actividades Culturales de la misma, además de otras colaboraciones importantes de dentro y fuera de la institución. El cuidado catálogo que la acompaña, que dará a buen seguro testimonio permanente de una muestra excepcional en la edición del Servicio de Publicaciones de nuestra Universidad, está por cierto en las mejores condiciones de acompañar a la reproducción de las fotografías expuestas, una extensa muestra del conjunto disponible, a partir del análisis adecuado del escenario histórico más amplio, político, social y cultural, en que las celebraciones de aquel centenario tuvieron lugar.
Durante la década de los cincuenta del siglo XX se asentaba ciertamente la nueva legitimación exterior del Estado “nacional sindicalista” surgido de la Guerra Civil. En 1953 se suscribieron los Pactos de cooperación con Estados Unidos y el Concordato con la Santa Sede y en 1955 España ingresaba en la Organización de Naciones Unidas como miembro de pleno derecho. Su­­pe­­ra­­­­da así una primera etapa de au­­tar­­quía económica y de aislamiento internacional, aquellos «años de vertical saludo e imperial lenguaje» de que habló Juan Goytisolo, el país iniciaba a lo largo de este período otra de crecimiento económico, a raíz del “plan de es­­ta­­bi­­lización” (1959) y de los “planes de de­­­sarrollo económico y social” acometidos a continuación (1963 en adelante). La dirección política fa­­lan­­gis­­ta del primer momento dejará paso, en consecuencia, a los sec­­to­­res tec­­nocráticos del Régimen, que impulsarán la activación económica y una cierta li­­­beralización del mismo den­­­tro de su continuidad institucional. No es ajeno a todo ello, por lo tanto, el tiempo elegido por las autoridades políticas y académicas de la época para la conmemoración del VII Centenario de la Universidad, comenzando por el año 1953, uno antes por cierto de cuando correspondía conforme a la fecha que ellas mismas habían decidido como referencia cronológica.
Pero, en fin, ha llegado la hora de dejar hablar a Guzmán Gombau y a su elocuente crónica fotográfica de aquellas celebraciones.

Manuel Carlos Palomeque
Comisario de la exposición
Cartel oficial de la exposición

Rector Tovar, gobernador militar, gobernador civil y obispo de la diócesis
(Plaza Mayor, cortejo preparatorio de autoridades y profesores, 12 de octubre de 1953)

Plaza de Anaya, cortejo académico de autoridades, representantes y delegados de universidades, 12 de octubre de 1953

Rector Tovar, ministro Ruiz-Giménez y obispo Barbado Viejo
(Patio de Escuelas, ante la estatua de Fray Luis de León, cortejo académico, 12 de octubre de 1953)

domingo, 22 de mayo de 2011

Isla Margarita, Venezuela (mayo 2011)

"[...] Los bergantines no fueron a tocar tierra en el mismo lugar de la isla Margarita porque la marea llevó el segundo a otra playa distante unas dos leguas. Era un día lunes por la tarde a 20 de julio de 1561 [...]"
Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, 1964

Una novela maravillosa que he releído después de mi viaje a Isla Margarita, Estado de Nueva Esparta, el único insular de Venezuela, del que forman parte también las islas de Cubagua y Coche. Una antiepopeya grandiosa sobre la locura de lo imposible y el abandono de los visionarios a una suerte ya decidida por la tarumba equinoccial y la cólera de Dios [así tituló Werner Herzog en 1972 su confusa película sobre Lope de Aguirre y la búsqueda del Dorado]... "Un país sin invierno es un país engañoso, donde sólo puede vivir gente enemiga de Dios"..."Bebería desde la mañana hasta la noche, sólo por estar siempre flotando en esa niebla suavecita donde se acaban los pesamientos, los buenos y los malos, los angelicales y los cabrones [...]". Porque, que nadie se olvide de ello, "los peores sinsabores y angustias del hombre vienen de lo mismo: del no entender o del entender a medias". O, mejor aún, en boca de doña Inés de Atienza, la bellísima mestiza amante del gobernador don Pedro de Ursúa ["debe ser cansado quehacer para las mujeres ese de ser hermosas"], "me gustaría -decía en éxtasis- ser creyente religiosa y que hubiera infierno y condenarme por ti, amor mío".   
                                                                                                                                                                                                                                                                                        
Iván Mirabal, Carlos Palomeque, Óscar Hernández, Ana Mª Colmenares y Mario Pasco
Iguana Beach, Hotel Lagunamar
Iguana Beach, Hotel Lagunamar

Carlos Palomeque y Wilfredo Sanguinetti, Restaurante Rubén, Porlamar

lunes, 28 de marzo de 2011

Galería de retratos de Decanos de la Facultad de Derecho, Universidad de Salamanca


Facultad de Derecho
Johann Sebastian Art
1995
Estilo: Realista
98,5 x 79,5 cm. Con marco: 114,5 x 96 cm.
Óleo sobre lienzo

"Descripción: es el primero de los retratos ejecutados por Johann Sebastian Art, seudónimo de la pintora María José García Silvestre (Tarazona, Zaragoza, 1971), de las autoridades académicas de la Universidad de Salamanca. Carlos Palomeque López, decano de la Facultad de Derecho desde 1985 hasta 1990, aparece efigiado de pie sobre un fondo neutro de tonos verdosos. Viste traje académico con muceta roja, luce pajarita blanca, y con ambas manos, a la vez que porta en la izquierda los guantes blancos, apoya el birrete rojo sobre una mesa, de la que sólo se aprecia una de sus esquinas. La firma de la autora aparece en el águlo inferior derecho: Johann Sebastian Art".

(J.R. Nieto González y E. Azofra Agustín, Inventario artístico de bienes muebles de la Universidad de Salamanca, Ediciones Universidad Salamanca/Fundación Gaceta Regional, Salamanca, 2002, referencia 106, p. 106)

domingo, 20 de marzo de 2011

Los Maestros de la República


Historia de una maestra (1990) es la maravillosa novela de Josefina Aldecoa (La Robla, León 1926-Mazcuerras, Cantabria 2011) que he querido releer estos días como tributo emocionado a su autora y al final de sus días que se acaba de producir. Fue escrita, tal como ella misma ha reconocido, como homenaje a su madre "y a los maestros de la República, a su esfuerzo y dedicación en unos momentos de nuestra historia en los que su sacrificio estaba justificado por la necesidad de salvar al país educándolo, pues tal fue el mandato que recibieron". De qué manera tan delicada y verdadera narra en primera persona Gabriela López Pardo, la maestra de la historia, las durísimas condiciones de vida y de trabajo de los maestros rurales, de ella misma, de su marido Ezequiel y de tantos otros comprometidos con el sueño republicano, durante un tiempo cruel en que les fue dado asistir por el mismo precio al comienzo y al final de las ilusiones colectivas. "[...] Éramos jóvenes, me digo [se decía Gabriela con la perspectiva del tiempo transcurrido], y puede ser que lo que yo recuerdo como felicidad fuese tan sólo la plenitud de nuestros cuerpos, la facilidad para dormir y despertar, la resistencia de los músculos. Éramos jóvenes y el vigor físico nos enardecía, nos impulsaba a luchar por algo en lo que creíamos: la importancia y la trascendencia de nuestro trabajo" [...]. También mi padre, digo yo ahora, fue maestro republicano, expedientado y readmitido en el cuerpo no sin depuración después de la guerra. Y también he leído el libro en homenaje consciente y sentido a él, Carlos Palomeque de Miguel, y a su esforzada dedicación docente en escuelas primarias diversas e imposibles. "[...] En Villaviciosa de Odón [he tenido ocasión de escribir en otro lugar y bienvenido sea ahora el recuerdo] mi padre fue maestro nacional hasta su jubilación y director del grupo escolar Hermanos García Noblejas. Digo que fue maestro nacional, como él quería ser reconocido, y no profesor de educación general básica, como solía preferir el lenguaje oficial, que anteponía así la expresión equívoca a los viejos recelos suscitados por la profesión. En Villaviciosa yo, con el bagaje de un bachillerato de letras recién terminado, ayudaba a mi padre en las clases particulares de griego y latín que impartía durante el verano a los hijos de las familias madrileñas que habían malgastado a lo largo del curso costosas tarifas en afamados colegios. En Villaviciosa, en fin, me harté de jugar al fútbol y también al futbolín, que no es lo mismo, pero es igual [...]".

Manuel Carlos Palomeque

  

domingo, 6 de marzo de 2011

Ingrid Bergman


De entre los incontables sentimientos que los seres humanos son capaces de expresar dentro de su peripecia cotidiana, pocos se ofrecen a la contemplación con una identidad más oscura y sombría que el arrepentimiento. El persistente pesar por haber hecho algo en algún momento, o inclusive también por no haber llegado a hacerlo, se convierte para no pocas de sus atormentadas víctimas en una desabrida y lacerante llaga emocional que atosiga sin remedio la estabilidad anímica de los más dotados. No son pocos, por cierto, los que persisten en estrujar sus mentes hasta los límites de la tolerancia sicológica por no haberse atrevido en algún pasaje de su existencia a realizar un acto que la memoria se encarga siempre de exagerar. Los arrepentidos pasean de por vida las culpas de su indecisión, a pesar de que, sencillamente, nunca llegarán a saber lo que hubiera ocurrido de haberse producido el comportamiento tantas veces añorado. Esta consideración debería bastar por sí misma, sin la menor duda, para el abandono instantáneo de la insistencia destructiva en el propio reproche, al que a buen seguro tanto han contribuido las simplificaciones morales al uso.
Sin margen para el arrepentimiento, la excelsa Ingrid Bergman, que ya había lucido su candorosa belleza ante la cámara en los asombrosos planos de "Luz de gas", de "Casablanca" o de "¿Por quién doblan las campanas?", no dudaba así en adoptar una de las decisiones trascendentales de su vida. En 1949, se dirigía por escrito de este modo al creador del neorrealismo cinematográfico italiano, en la determinación más sincera y novelesca que conozco. «Señor Roberto Rosellini, si necesita usted una actriz sueca que habla muy bien el inglés, que no ha olvidado su alemán, que chapurrea un poco el francés, y que en italiano sólo conoce ti amo, estoy dispuesta a acudir y a hacer un filme con usted». No sólo hicieron juntos "Stromboli", sino que compartieron sus vidas durante años, a pesar de la infamante persecución de que fueron objeto dentro y fuera del star system. Y, como ha confesado en sus memorias, la diva nunca se arrepintió de ello.

Manuel Carlos Palomeque






sábado, 5 de marzo de 2011

Vienna y Jhonny


Apenas podía Johnny Logan (Sterling Hayden) disimular el rencor, que le recorría el rostro con la misma amargura que el deseo. Sus pupilas, tan lejanas de la compasión, ofrecían sin embargo el amarillento brillo de quie­­­­­­­­­­­­­nes recelan de un premeditado reencuentro con el placer perdido. Y su ho­­­­­­micida destreza con el revólver, tantas veces relatada con admiración y odio desde Alburquerque al río Pecos, había dejado paso por momentos a una guitarra de mil colores, que colgaba a lo largo de su fornida es­­pal­­­da.
De repente, cuando el emocionado espectador había comprendido que el lenguaje silencioso de las miradas se prolongaría durante algunos dra­­má­­ti­­cos instantes, Johnny descubre que la muerte está sólo en su recuerdo y di­­rige a Vienna (Joan Crawford) su resentido y ansioso requiebro.
- ¿A cuántos hombres has olvidado?
Las cicatrices que Vienna podía exhibir sólo en su alma no impedían por un instante el disfrute de su resplandeciente belleza por los incrédulos po­­bladores de la sala de proyección, al propio tiempo que retribuía a su ama­­do con el mismo dolor de la distancia en su corazón.
- A tantos como mujeres tú recuerdas.
La amarga confesión de recíprocas traiciones, imputable tan sólo al des­­tino que gobierna la separación de los amantes en las rojas tierras que es­­­­­­peran el paso del ferrocarril, es la declaración de amor renovada más so­­bre­­­­­­cogedora que yo haya visto nunca en el cine. Se encuentra, na­­tu­­­ral­­­men­­­te, en el film Johnny Guitar que Nicholas Ray realizó en 1953 para gloria de todos.




Manuel Carlos Palomeque

Pat Garrett y el cambio de los tiempos




Después de haber compartido un largo viaje por el reverso de la ley a tra­­­­vés de las gastadas tierras de Nuevo México, y cuando Pat Garret acepta co­­locarse una estrella en el pecho al servicio de los propietarios del fer­­ro­­car­­ril de Santa Fe, es enviado a comunicar a su antiguo compañero de fe­­cho­­rías que ya no existe un lugar para él en el próspero porvenir del territorio. El encuentro en­­tre los todavía amigos, sabedores ya sin embargo de sus destinos cruzados y san­­grientos, se produce en el viejo y mugriento colmado de las ruinas del Fuer­­te Sunmer.
Tan pronto como el abrasivo licor se desliza por vez primera en su gar­­ganta y los efectos de la implacable sacudida de sus vísceras lo per­­­­­­­mi­­ten, Pat Garret (un inaudito James Coburn, provisto como nunca de una voz de bronce y la parsimonia por actitud) no puede por menos que re­­­­co­­no­­cer las cicatrices del paso del tiempo.
- Estoy cambiando, Billy. Hablo en serio.
- ¿Qué se siente?, responde entonces Billy el Niño, no sin rodear el in­­­­­mun­­do establecimiento con su dulce mirada (prestada para la ocasión por un romántico Kris Kris­­­tofferson).
- Se siente que los tiempos han cambiado. Nunca dirá el comisario Gar­­­­­­ret nada con más nostalgia servida por una consciente firmeza.
- Los tiempos, es posible. Yo no. Una sonrisa impropia de lo inevitable cerraba así el destiempo del crepuscular pis­­to­­le­­­ro.
Asistían ambos, como tantos otros personajes reales o de ficción, a la fron­­­­­­tera de la historia. Y ante la encrucijada, Sam Peckinpah (Pat Garrett and Billy the Kid, 1973) muestra una doble moral para una mis­­­­­ma estética. La rebeldía del bandido adolescente, sin cabida ya en los nue­­­­­vos tiempos, frente a la acomodación su­­­perviviente y fratricida del es­­tre­­na­­do perseguidor, a quien le sobran, sin em­­­bargo, dignidad y patetismo.
Pero que nadie se engañe, en la propuesta poética del cineasta los cam­­­bios históricos acaban por destrozar las conciencias de los individuos. To­­­dos pierden, por­­­que, al fin y al cabo, como dice Pat Garret en un plano me­­­­­­­­­­­dio de fúnebre belleza, llega un momento en tu vida en que no puedes per­­­­­­­­­­der el tiempo pensando en el futuro.

Manuel Carlos Palomeque

Ópera y cinema



La edición en DVD del mítico “Don Giovanni” del director norteamericano Joseph Losey (1979), una película realizada a partir la ópera homónima del genial Wolfgang Amadeus Mozart, la más perfecta jamás escrita a juicio de Wagner, debe ser saludada verdaderamente como lo que es por encima de todo, un acontecimiento extraordinario para los amantes del cine y también de la ópera. Se trata además de una esmerada y vistosa publicación compuesta por tres discos y largamente esperada, que incorpora, junto al film remasterizado, un conjunto de documentales de sumo interés e imprescindibles para apreciar en su justa medida el alcance de tan atractivo producto cultural. El elenco de cantantes-actores es abrumador y emocionantes en general sus interpretaciones: el cínico y seductor Ruggero Raimondi (Don Giovanni); la dolida y vengativa Edda Moser (Doña Ana); la sensual y entregada aunque vindicativa Kiri Te Kanawa (Doña Elvira); el enamorado, solícito y bonachón Kenneth Riegel (Don Ottavio); el acomodaticio, miedoso y aprovechado José Van Dam (Leporello); o, entre todos los demás, la voluble y gozosa Teresa Berganza (Zerlina). El “Don Giovanni” de Losey plantea de todas formas una cuestión de envergadura para la teoría de la creación artística, que no es otra por cierto que la compleja relación existente entre el cinema y la ópera y sus diversas expresiones técnicas posibles. El “Don Giovanni” de Losey es lo que se ha dado en llamar un “film-ópera”, esto es, una versión cinematográfica en este caso de la ópera de Mozart sobre el burlador de Sevilla, rodada con libertad en exteriores maravillosos y con la música y las voces pregrabadas, aunque respetuosa con la partitura y el libreto originarios, a mitad de camino por lo tanto entre el cine y la ópera. El “Don Giovanni” de Losey no es simplemente una ópera filmada, como sucede en las retransmisiones de televisión o como lo es “La flauta mágica” de Ingmar Bergman (1975), en que el director se limita a recoger con sus cámaras y el talento de que disponga una representación teatral escogida. Ni siquiera es una obra cinematográfica abierta basada en un asunto musical u operístico determinado, como el “Amadeus” de Milos Forman (1984), ahora sobre la vida y obra del compositor salzburgués. Es otra cosa diferente, pero créanme muy bella.

Manuel Carlos Palomeque

Tiempo de cuentos

(Ignacio Martínez Pisón, Partes de guerra, RBA Libros, 2009)



No existe diferencia sustancial alguna, por lo que a la naturaleza del relato se refiere, entre una novela y un cuento, como no sea eso sí la diversa longitud o extensión del escrito y las consiguientes secuelas de un hecho como éste. Ya sé, sin embargo, que tan terminante afirmación no es compartida del todo por la crítica, dispuesta siempre a enumerar un buen puñado de razones técnicas que obligan a distinguir entre una y otra modalidad de la narración en prosa. Yo en cambio considero que la distinción es tan sólo convencional y que la brevedad sigue siendo una guía racional y relativamente segura (por no hablar de novelas cortas y de cuentos largos) para atribuir su condición debida a una obra de ficción, aunque no sea lícito por cierto recabar certeza y exactitud de los productos del espíritu. Cuánta enjundia y magnificencia literarias se hallan verdaderamente en cuentos imprescindibles, de Poe, Chéjov o Maupassant sin mucho rebuscar, en tanto que una pléyade de novelas pretenciosas exhiben su insufrible nadería a lo largo de centenares de páginas escritas en todas las lenguas, y aquí no voy a poner ejemplos, por lo que pido disculpas ante la falta de simetría en el discurso.

Pero, hablemos de cuentos y del idilio que el género parece sostener en el presente con el público lector, si se me permite la contradicción. Decía hace poco el flamante ganador del concurso internacional de cuentos Miguel de Unamuno en su última edición que nuestro modo de vivir contemporáneo, entre la prisa y el ajetreo sin mesura, que apenas libera tiempo para el cultivo intelectual de los adultos, debería entronizar al cuento y a su breve propuesta de deleite como señor del entretenimiento (la idea es suya, las palabras mías). Sea como fuere, y no sé si tendrá razón o no, otro día volveré sobre este asunto.

Por el momento, me contentaré con recomendarles un excelente libro de cuentos que se acaba de publicar. Ignacio Martínez de Pisón ha recogido, bajo el título Partes de guerra (RBA Libros, 2009), una antología de treinta y cinco relatos de algunos de los mejores escritores de ambos bandos de nuestra guerra civil, desde Arturo Barea o Max Aub a Edgar Neville o Luis López Anglada, además de otros posteriores, con el original propósito de componer una narración colectiva y sinfónica sobre la contienda y la rúbrica de la calidad literaria como soporte general.

Manuel Carlos Palomeque

La Música es él



Si algún compositor puede decir, al modo del Rey Sol, “la Música soy yo”, ése es Ludwig van Beethoven. De  manera tan contundente como exacta define el filósofo Eugenio Trías (El canto de las sirenas, Argumentos musicales, 2007) la magia arrebatadora que el músico alemán habría de desplegar para siempre, acaso como ningún otro de la extensa nómina de sus colegas, entre los entendidos más conspicuos y también entre los aficionados comunes. En ello radica para Trías uno de los enigmas inextricables de la historia de la cultura, y que no es otro que la capacidad inaudita del sordo genial para conseguir el mismo aplauso y degustación entusiasta entre los creadores, los musicólogos y los intérpretes de vanguardia, de un lado, y de otro el público más popular.

Yo no sé en realidad cuántos de los primeros asistieron a la interpretación del concierto para violín en re mayor de Beethoven (el único que escribió para este instrumento solista) a cargo del virtuoso canadiense Corey Cerovsek dentro del Florilegio Musical Salmantino de este año. Pero sí puedo dar cuenta en cambio, porque allí estaba para poderlo decir ahora, del modo como la excelsa música del maestro aturdidor, una de las más bellas y poéticas de su obra entera y semejante por la masa orquestal requerida para su ejecución a cualquiera de sus sinfonías gloriosas, se extendía a través de un público rendido cuya entrega tan sólo era comparable a su propia turbación.

El deleite estaba servido para todos cuantos llenábamos un Patio Barroco de la Universidad Pontificia que esa noche lucía especialmente hermoso, a los pies de la Clerecía y apenas bañado por la iluminación de sus torres, y al que no dejaban de asomarse en respetuoso conciliábulo las cigüeñas circundantes, que se aprestaban a ocupar sus plateas celestiales en la representación. El concierto ha merecido por descontado la atención del repertorio de los grandes violinistas de los dos siglos, desde el mítico Franz Clement que lo estrenó en 1806 en el beethoveniano Theater an der Wien de la capital austriaca, hasta, ya en el veinte, Jehudi Menuhin o David Oistrak, a quienes se deben grabaciones memorables de la obra. La interpretación del joven Cerovsek en el Florilegio fue desde luego apabullante por su calor y virtuosismo. Créanme  ustedes y, si no, pregunten a las cigüeñas, si es que las encuentran.

Manuel Carlos Palomeque 

Sostiene mi amigo

(Mauricio Wiesenthal, Libro de réquiems, Edhasa, Barcelona, 2004, 3ª reimpr. 2007)

Sostiene mi amigo, que por cierto no se llama Pereira ni siquiera es portugués, que sólo la lectura es antídoto adecuado contra las tribulaciones que producen los malos tiempos, como los que ahora toca vivir a tantos sin remedio. Pero entonces, le hago saber al instante, quien no haya leído nunca ni piense hacerlo jamás, y ello le ocurre siendo muy generoso a la mitad de la población, ¿deberá resignarse a perecer a manos del desasosiego? No lo creo, de verdad, prosigo con firmeza, pues estas personas carecerán siempre de la medida precisa para poder saber si dejaron o no de ganar con su práctica iletrada, de la que además en la mayoría de los casos no pueden responder.

 Es muy sencillo, sostiene mi amigo, si tu vida no te gusta, aunque no sepas si alguna vez lo llegó a hacer, si la crisis económica te ha dejado sin empleo, o acaso el empresario te lo ha quitado porque aquélla pasaba por allí, o inclusive si  has llegado a comprender que tus sueños del esplendor tienen en realidad los pies de barro, puedes encontrar un recambio de conveniencia en la literatura. En ella, y recorriéndola a tu antojo, podrás elegir entre el vino y las rosas, entre la mar y el viento o también entre el amor y la pesadilla. Y, si no te gusta la primera opción, te quedará siempre el recurso a muchas más, que todas las historia caben en los libros de historias. Más aún, podrás tomar fragmentos de unas y otras y combinarlos a voluntad y en caprichosa proporción hasta conseguir la historia perfecta. Aunque sea tan sólo para un rato, porque, superado el deleite momentáneo, siempre te quedarán más, a diferencia de lo que sucede en tu vida real, aunque a cambio nunca llegues a saber cuál de las dos es la verdadera, si la vida que crees vivir o la fingida.

 Bueno, bueno, no tuve más remedio que interrumpir la perorata, déjate de especulaciones y ponme un ejemplo de todo ello. ¿Qué libro tendría que abordar ahora para vivir mil vidas y no sólo la mía?, se me ocurrió preguntar. Pues, qué bien, fue su respuesta, el Libro de réquiems de Mauricio Wiesenthal, así como el cazador de nazis, aunque no sea él ni su hijo, una recopilación fascinante de famosos personajes (Mozart, Goethe, Nietzsche, Casanova y tantos otros), fetiches que han marcado la vida del autor y también la mía, sostiene mi amigo, que no se llama Pereira ni es portugués.

Manuel Carlos Palomeque

Luis Enrique de la Villa dirige un ambicioso y colosal comentario legislativo

(AA.VV., L. E. de la Villa Gil director, Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, Iustel, Portal Derecho, Madrid, 2011, 1.446 pp.)

      El desarrollo de la Constitución en materia de relaciones de tra­­­­ba­­jo comenzaba, como es sabido, por el cumplimiento del mandato con­­te­­­ni­­­do en su artículo 35.2: «la ley regulará un estatuto de los trabajadores». Habría de ser, así pues, la Ley 8/1980, de 10 de marzo, del Estatuto de los Trabajadores, la pri­­­­­­­­­­mera norma legislativa postconstitucional de contenido laboral, por­­ta­­do­­ra del propósito de renovar en el plano de la le­­ga­­li­­dad or­­di­­na­­ria el modelo de relaciones de trabajo heredado del régimen franquista, al propio tiem­­­­­­­­­­po que, condicionada, también entonces, por la grave situación de crisis eco­­nó­­mi­­ca en que nacía y a la que pretendía hacer frente, expresiva de una regulación flexible de las modalidades de contratación laboral. Se ha dicho así, con acierto, que el Es­­tatuto de los Trabajadores recibe el nombre del cambio político, en tanto que su pro­­­­­­­­­pia sustancia y cuerpo de la crisis económica.
La aceptación por el legislador constituyente de la expresión estatuto de los trabajadores, decididamente ajena a la tradición jurídica laboral es­­pa­­­­ñola, ya que no así a los ámbitos propios del Derecho Administrativo, res­­­­­­­­­pondía sin embargo a un contexto preciso. A pesar, por cierto, de que la Constitución Española emplease el término estatuto en varias ocasiones, como sinónimo siempre de norma re­­gu­­­­­­­­ladora de una actividad profesional en sentido amplio, ya sea para, ade­­más de los trabajadores, el personal de las Cortes Generales, los fun­­cio­­na­­rios públicos, las fuerzas y cuerpos de seguridad o el personal al servicio de la administración de justicia (arts. 35.2, 72.1, 103.3, 104.2 y 122.1).
Por lo que aquí interesa, resultó decisiva la influencia me­­dia­­ta de la promulgación en Italia de la Ley de 30 de mayo de 1970 [por la que se establecían “normas sobre la tutela de la libertad y dig­­ni­­dad de los trabajadores, de la libertad sindical y de la actividad sindical en los lugares de trabajo, y normas sobre co­­lo­­ca­­ción”], conocida ha­­bitual­­men­­te como statuto dei lavoratori y presentada con razón como una de las dis­­posiciones legales más in­­flu­­yen­­­­­­­tes en la historia com­­pa­­ra­­da del Derecho del Trabajo. Suponía rea­­l­­men­­­­­te la consagración legis­­la­­ti­­va general por vez primera de dos nociones tras­­cen­­den­­­­ta­­les en la historia moder­­na de las instituciones jurídico-laborales: la tu­­te­­­la de la libertad y de la dig­­ni­­­­dad de los trabajadores dentro de los centros de tra­­bajo y la presencia insti­­tu­­cio­­na­­li­­­­za­­­­da del sindicato en la em­­presa a través de órganos específicos.
Y la irradiación de la influencia extraordinaria del “estatuto italiano” llegaba a Es­­pa­­­­­­­­ña en plena Transición política, cuando se estaban discutiendo los ele­­men­­tos configuradores del nuevo mar­­co democrático de relaciones laborales su­­­­­­­­perador del existente durante el fran­­quismo. Y no antes, a sal­­vo de las referencias puramente aca­­­­démicas, al haber estado centrada la pre­­o­­cu­­­­­­­­­­­pación de las fuerzas polí­­ti­­cas en las incógnitas que plan­­­­­­teaba la sustitución de la dic­­tadura.
De este modo, los sindicatos es­­pa­­ño­­­­­­­­les asumían la propuesta de un código de derechos de los trabajadores, co­­­­­­mo expresión de ruptura con el modelo autoritario anterior [así el I Congreso Con­­federal de CCOO, Madrid, junio 1978, y su reivindicación de la «pro­­­mulgación de un código de de­­re­­chos de los trabajadores que garantice que la democracia penetre en la em­­pr­­­e­­­­­sa y en las relaciones laborales»]. Fi­­nal­­mente, el Gobierno y las fuerzas po­­­­líticas con representación par­­la­­­men­­ta­­­ria que suscriben los criterios pre­­vios a los Acuerdos de la Moncloa (oc­­tubre 1977) aceptarán dicha pro­­pues­­­­ta, por entender que la superación de la crisis económica que afectaba al país se vería facilitada al introducirse en el sistema económico una serie de modificaciones de fondo, referentes, en­­tre otros ámbitos, a la «trans­­­for­­ma­­ción del marco actual de relaciones labo­­ra­­les por medio del desarrollo de la acción sindical y de un código de de­­re­­chos y obligaciones de los tra­­ba­­ja­­do­­­­res en la empresa». Este compromiso no iba a recogerse, sin embargo, en el texto propio de los acuerdos eco­­nó­­mi­­cos, para quedar diluido en el pro­­­­­­­­ceso de elaboración del pro­­yec­­to constitucional y renacer, ya en la letra del artículo 35.2 CE, de la ma­­no de la fórmula definitiva de un «es­­ta­­­tu­­­­to de los trabajadores».
La expresión no dejaba de ser, a pesar de todo, una formulación constitucional nota­­ble­­men­­­­­­­te ambigua, susceptible en principio de amparar un contenido harto plural. Se trataba ver­­da­­de­­ramente, a partir de la letra del artículo 35.2 de la Constitución, de una ca­­tegoría “rel­­le­­nable” a voluntad del legislador ordinario, en función de la particular óptica de política legislativa esgrimida para la ocasión. Y no pasaba desa­­per­­ci­­bi­­do, en prueba de la indeterminación del término, que, en tanto que el común de los preceptos constitucionales lo acotaban con un artículo determinado [la ley regulará el estatuto, o fórmula si­­mi­­lar], el 35.2 encomendaba en cambio al legislador la re­­gu­­la­­ción de un estatuto de los tra­­­­­bajadores.
Ello no hacía, verdaderamente, sino trasladar el problema del “estatuto” a la operación de dotarlo de un contenido normativo apropiado, sobre cuya solución llegaron a barajarse diferentes propuestas dentro del debate jurídico laboral del momento. Sin embargo, el Estatuto de los Trabajadores resultante de la Ley 8/1980, de 10 de marzo, se apar­­­­taba de modo consciente de estas posibilidades. Le­­­­­jos de ser una norma di­­ri­­­­­gida a promover y garantizar los derechos propios de la posición ju­­rí­­­­dica [individual y colectiva] de los trabajadores asa­­lariados, el Estatuto des­­can­­­­saba finalmente sobre un triple contenido libremente de­­cidido por el Go­­bier­­­­­no en el correspondiente proyecto legislativo y no des­­virtuado por las Cor­­­­tes Generales [si se exceptúa la supresión de un tí­­tu­­lo relativo a los con­­flictos de trabajo, con el fin de propiciar la aceptación ge­­neral del pro­­yec­­to gubernamental por parte de la oposición socialista] du­­rante la tra­­mi­­ta­­­ción parlamentaria del mismo: 1) la regulación sis­­te­­má­­ti­­ca del contrato de trabajo [título I, «de la relación individual de trabajo»], bá­­­­si­­­camente a través de la refundición de las normas con rango de ley vi­­gen­­­­­tes en la materia [Leyes de contrato de trabajo de 1944, de re­­la­­cio­­nes la­­­­bo­­rales de 1976 y RD-L de relaciones de trabajo de 1977], in­­tro­­du­­­cien­­­­do con todo modificaciones de detalle varias; 2) la regulación de la re­­­­­­pres­­­en­­­ta­­­­ción unitaria de los trabajadores en la empresa [título II, «de los de­­­­re­­­chos de representación colectiva y de reunión de los trabajadores en la em­­­­pre­­sa»], ya anticipada durante la transición democrática por el RD 3149/1977, de 6 de diciembre, sobre elección de representantes de los tra­­ba­­­­­­ja­­do­­res en el seno de las empresas; y 3) la regulación de los con­­ve­­nios co­­­­lect­­i­­vos [título III, «de la negociación y de los convenios co­­lec­­ti­­vos»], que rompe de modo decidido con el mo­­de­­­­­lo limitado de negociación resultante de la Ley 18/­­1973, de 19 de diciembre, de convenios colectivos sindicales de trabajo, al re­­conocer sin am­­ba­­ges el pa­­pel creador de la autonomía co­­lec­­tiva.
Se había conseguido, de este modo, un “estatuto de los trabajadores” calificable como tal tan sólo desde un punto de vista formal. Se había cumplido, es cierto, el mandato nominal del artículo 35.2 CE, promulgándose una disposición legislativa que incorporaba la mención constitucional, aunque su contenido normativo se apartase finalmente de las expectativas reales abiertas por la misma. En cualquier caso, los treinta y un años transcurridos de aplicación continuada de esta Ley han aca­­­­­­ba­­­­do por convalidar en la práctica las razones que en su momento justificaron una decisión legislativa como la adoptada. Otra cosa es, por cierto, la crítica política dirigida hoy a su contenido normativo desde posiciones flexibilizadoras, que no dejan de denunciar el anclaje de la disposición en un modelo de producción sometido en el presente a una transformación profunda.
El Estatuto de los Trabajadores sería objeto, du­­ran­­te los años inmediatos a su promulgación, de numerosas y en oca­­­­sio­­nes pro­­fun­­­das modificaciones legislativas [a lo largo de los catorce años com­­pren­­di­­dos entre la entrada en vigor de la Ley y la gran re­­for­­ma del or­­de­­na­­mien­­­­­­­­to laboral de 1994, el Estatuto ha­­bía sido modificado nada me­­­­­­nos que en ocho ocasiones]. Hasta tal punto, que la disposición final sexta de la Ley 11/1994, de 19 de mayo, por la que se mo­­di­­fi­­caban una vez más [y esta vez de modo tras­­cen­­­dental] numerosos ar­­­tí­­­cu­­los del mismo, autorizaba al Gobierno pa­­­­ra que, en el plazo de seis meses des­­de su entrada en vigor [hasta el día 12 de di­­­­ciem­­­­bre de 1994, por lo tan­­­­­to], elaborase un texto refundido de la Ley 8/1980, del Estatuto de los Tra­­ba­­­­­­­­ja­­dores, incorporando, ade­­más de las mo­­­­di­­­­­­­­fi­­­caciones producidas por aquélla, las llevadas a cabo por las dis­­po­­si­­cio­­nes le­­­­­­­­­­­gales que citaba nomi­­na­­ti­­va­­men­­te, así co­­mo los cambios derivados de otras le­­yes igualmente relacionadas.
Por lo demás, y sin que se hubiese cumplido dicho mandato dentro del pla­­zo previsto, la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de “acompañamiento” a la de Presupuestos Generales del Estado para 1995, llevaba a cabo nuevas modificaciones del Estatuto de los Trabajadores, como había hecho asimismo la Ley 10/1994, de 19 de mayo, sobre medidas urgentes de fomento de la ocupación, llamada a integrarse también en el texto refundido pendiente. Por eso, aquélla au­­to­­ri­­­zaba de nuevo al Gobierno pa­­­­­ra la elaboración, en el plazo de tres me­­ses des­­de su entrada en vigor [es­­to es, an­­tes del día 1 de abril de 1995], de un tex­­­to refundido de la Ley 8/1980 del Estatuto de los Trabjadores, «incorporando, además de las mo­­­­di­­­ficaciones introducidas por la pre­­­­sen­­te Ley, las efectuadas por las [dis­­­­posiciones legales que cita]», así co­­mo, «dán­­­doles la ubicación que les cor­­­­res­­­­­ponda», los cambios de­­ri­­­va­­­dos de otras dis­­­posiciones que asimismo men­­­­­­­ciona, debiendo proceder, por úl­­­­ti­­­mo, a «las actualizaciones que re­­sul­­ten procedentes como consecuencia de los cambios producidos en la or­­ga­­ni­­­­­­­zación de la Administración General del Estado desde la promulgación de la Ley 8/1980, de 10 de marzo» (disp. fi­­nal 7ª). Todavía más, la disposición fi­­­­nal de la Ley 4/1995, de 23 de marzo, de re­­gulación del permiso parental y por maternidad, ordenaba incluir en el correspondiente texto refundido las mo­­­­­­dificaciones producidas en el Estatuto de los Trabajadores por ella mis­­­­­­­­ma.
Y así, dentro ya del plazo renovado, el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, aprobaba el Texto Refundido de la Ley del Es­­ta­­­tu­­­­­to de los Tra­­ba­­­­ja­­dores, que se insertaba como anexo a continuación y en­­­­­traba en vi­­gor el día 1 de mayo de 1995. El nuevo cuerpo normativo ampliaba su contenido, como consecuencia de los singulares tér­­­­­­­­minos del mandato legal de refundición y la consiguiente incorporación de ma­­te­­rias que se encontraban dispersas en diferentes disposiciones le­­ga­­les [y no só­­lo de modificaciones propiamente dichas del Estatuto], y pasaba a disponer de cuatro títulos [fren­­te a los tres originarios], re­­la­­­ti­­­vos, respectivamente, a la relación in­­di­­­vidual de trabajo (arts. 1 a 60), los derechos de re­­pre­­sen­­­­­­­­ta­­c­­ión co­­lec­­ti­­va y de reunión de los trabajadores en la empresa (arts. 61 a 81), la ne­­go­­­­­ciación y los convenios colectivos (arts. 82 a 92) y, no­­ve­­­do­­­­­­sa­­men­­­­te, las in­­fracciones laborales (arts. 93 a 97).
Sin embargo, este último título, que incorporaba las normas sobre la materia procedentes de la Ley de Infracciones y Sanciones en el Orden Social, era derogado de modo expreso e íntegro, en un viaje de ida y vuelta cantado, por el Texto Refundido de ésta, que rescataba así en el año 2000 [a través de ésta y de otras operaciones derogatorias semejantes] su originaria vocación general dentro del ámbito administrativo sancionador en el orden social (STC 195/1996) y, a fin de cuentas, devolvía a la Ley del Estatuto de los Trabajadores la estructura normativa y el contenido institucional [triple en ambos casos, como se sabe] con que había nacido.
Con todo, el vigente Texto Re­­fun­­­­­­­dido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, objeto de los Comentarios de que aquí se da cuenta, no ha dejado de ser objeto, por su parte, de modi­­­fi­­­caciones de diverso al­­­­cance por normas legales pos­­teriores, que auguran seguramente una nueva refundición en el futuro. La última de las cuales, por el momento, no es otra que la importante Ley 35/2010, de 17 de septiembre, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo [la “versión 2010 de la reforma laboral permanente”, como he titulado en otra ocasión], asimismo incorporada a nuestra obra.
Sea como fuere, lo cierto es que la Ley del Estatuto de los Trabajadores comparece ante el observador desde luego, como recuerda Luis Enrique de la Villa en el prólogo de la obra, como «la norma jurídico laboral más importante del ordenamiento español». Y, como tal, no puede sorprender naturalmente que haya sido objeto a lo largo de sus muchos años de vigencia de un sinfín de ediciones comentadas con uno u otro propósito y alcance efectivo. Ahí está por todas ellas, ciertamente, y sin que me permita ahora ninguna otra referencia, la que el maestro Manuel Alonso Olea dirigía con ocasión del vigésimo cumpleaños de la disposición legal [El Estatuto de los Trabajadores. Veinte años después, 2000], que veía la luz como número 100, especial monográfico en dos volúmenes, de la Revista Española de Derecho del Trabajo que aquél dirigía y, asimismo, en publicación independiente por parte de la Editorial Civitas de Madrid.
Ahora, cuando se cumplen treinta y un años desde la entrada en vigor de la norma, se publica el ambicioso y colosal comentario del Estatuto de los Trabajadores que Luis Enrique de la Villa Gil ha dirigido para Iustel. La labor de recopilación y comentario de disposiciones normativas laborales, sindicales y de seguridad social no había sido ajena verdaderamente a su producción científica. Antes al contrario, alrededor de una veintena de publicaciones habían recogido hasta la fecha el provechoso y cuidado balance general de este quehacer, practicado en su mayoría en equipo y bajo su dirección y de las que dan cuenta y pormenor las densas relaciones bibliográficas del autor. En esta ocasión, los Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, bajo la dirección de Luis Enrique de la Villa, reúnen la esforzada contribución de dieciocho autores, entre los que se cuenta de modo principal el propio maestro, que se distribuyen el análisis del articulado de la Ley. Son los afortunados comentaristas, por el mismo orden alfabético con que aparecen en la portada de la obra y con su director al final, J. I. García Ninet, I. García-Perrote Escartín, A, Garrigues Giménez, E. Juanes Fraga, D. Lantarón Barquín, M. A. Limón Luque, Lourdes López Cumbre, J. R. Mercader Uguina, M. Nogueira Guatavino, A. de la Puebla Pinilla, Mª. G. Quintero Lima, B. Suárez Corujo, G. Tudela Cambronero, Y. Vadeolivas García, D. de la Villa de la Serna, G. de la Villa de la Serna, L. E. de la Villa de la Serna y L. E. de la Villa Gil.
La obra exhibe una coherencia y homogeneidad que la distingue con fuerza de otras experiencias del género. Por lo pronto, por la consistencia científica de su autoría, en la medida en que, a pesar de la pluralidad extendida de coautores, todos ellos participan sin excepción de un tronco doctrinal y formativo originario [«discípulos directos o discípulos directos de mis discípulos directos», «el sueño de un sueño», advertirá el maestro con legítimo orgullo en el mencionado prólogo]. Pero es que, además, destaca aquélla sobremanera por la portentosa y uniforme disciplina, marca de la casa desde luego, del método con que se acomete cada comentario de cada precepto de la Ley. «Tratar todos los preceptos con el mismo método –advierte el profesor de la Villa de seguido-, sean claros u oscuros, sustantivos o instrumentales, largos o cortos, muy estudiados por los colegas o apenas arañados por la literatura existente», puesto que, proseguirá a continuación sin merma de razón, «hay que reconocer que hacerlo de ese modo debe ser difícil pues no viene siendo la regla en este particular capítulo de la producción científica, que hace muchas veces de los libros de glosa legal una colección de comentarios tan dispares cuantos sean los autores de los mismos».
Cada comentario de los noventa y siete artículos [existen dos artículos bis] y de las treinta y siete disposiciones [dieciocho adicionales, trece transitorias, una derogatoria y cinco finales] de que consta el Estatuto de los Trabajadores, que no dejan de ser en realidad sino otros tantos ensayos sobre la materia o materias suscitadas por cada precepto [la autoría de los comentarios figura por cierto en una relación general previa], se compone estructuralmente de un quíntuple contenido.
El texto aborda, en primer lugar, los antecedentes del precepto objeto del comentario, «para [explica Luis Enrique de la Villa de nuevo en el prólogo de la obra, a quien se debe cuanto se entrecomilla a continuación] saber de dónde vienen [las normas], antes de decidir a dónde van». En segundo, las concordancias «siquiera más relevantes con otros preceptos del mismo y de distintos cuerpos normativos». En tercero, la jurisprudencia social, doctrina judicial y doctrina constitucional que «los supuestos de hecho contemplados por el legislador hayan merecido a lo largo del tiempo». En cuarto, los esfuerzos doctrinales precedentes, «sin cuyo conocimiento la lectura del comentario queda inevitablemente coja». Y, en quinto y último, la aportación personal de quien «se compromete a decir algo que ni se desprende con sencillez del mero acercamiento a la dicción legal ni, en la medida de lo posible, ha sido dicho con anterioridad».
Sólo queda, en fin, que el lector de estas líneas, interesado por hipótesis en el ordenamiento jurídico laboral, se adentre sin demora en el conocimiento de una obra a todas luces imprescindible.


Manuel Carlos Palomeque