lunes, 28 de marzo de 2011

Galería de retratos de Decanos de la Facultad de Derecho, Universidad de Salamanca


Facultad de Derecho
Johann Sebastian Art
1995
Estilo: Realista
98,5 x 79,5 cm. Con marco: 114,5 x 96 cm.
Óleo sobre lienzo

"Descripción: es el primero de los retratos ejecutados por Johann Sebastian Art, seudónimo de la pintora María José García Silvestre (Tarazona, Zaragoza, 1971), de las autoridades académicas de la Universidad de Salamanca. Carlos Palomeque López, decano de la Facultad de Derecho desde 1985 hasta 1990, aparece efigiado de pie sobre un fondo neutro de tonos verdosos. Viste traje académico con muceta roja, luce pajarita blanca, y con ambas manos, a la vez que porta en la izquierda los guantes blancos, apoya el birrete rojo sobre una mesa, de la que sólo se aprecia una de sus esquinas. La firma de la autora aparece en el águlo inferior derecho: Johann Sebastian Art".

(J.R. Nieto González y E. Azofra Agustín, Inventario artístico de bienes muebles de la Universidad de Salamanca, Ediciones Universidad Salamanca/Fundación Gaceta Regional, Salamanca, 2002, referencia 106, p. 106)

domingo, 20 de marzo de 2011

Los Maestros de la República


Historia de una maestra (1990) es la maravillosa novela de Josefina Aldecoa (La Robla, León 1926-Mazcuerras, Cantabria 2011) que he querido releer estos días como tributo emocionado a su autora y al final de sus días que se acaba de producir. Fue escrita, tal como ella misma ha reconocido, como homenaje a su madre "y a los maestros de la República, a su esfuerzo y dedicación en unos momentos de nuestra historia en los que su sacrificio estaba justificado por la necesidad de salvar al país educándolo, pues tal fue el mandato que recibieron". De qué manera tan delicada y verdadera narra en primera persona Gabriela López Pardo, la maestra de la historia, las durísimas condiciones de vida y de trabajo de los maestros rurales, de ella misma, de su marido Ezequiel y de tantos otros comprometidos con el sueño republicano, durante un tiempo cruel en que les fue dado asistir por el mismo precio al comienzo y al final de las ilusiones colectivas. "[...] Éramos jóvenes, me digo [se decía Gabriela con la perspectiva del tiempo transcurrido], y puede ser que lo que yo recuerdo como felicidad fuese tan sólo la plenitud de nuestros cuerpos, la facilidad para dormir y despertar, la resistencia de los músculos. Éramos jóvenes y el vigor físico nos enardecía, nos impulsaba a luchar por algo en lo que creíamos: la importancia y la trascendencia de nuestro trabajo" [...]. También mi padre, digo yo ahora, fue maestro republicano, expedientado y readmitido en el cuerpo no sin depuración después de la guerra. Y también he leído el libro en homenaje consciente y sentido a él, Carlos Palomeque de Miguel, y a su esforzada dedicación docente en escuelas primarias diversas e imposibles. "[...] En Villaviciosa de Odón [he tenido ocasión de escribir en otro lugar y bienvenido sea ahora el recuerdo] mi padre fue maestro nacional hasta su jubilación y director del grupo escolar Hermanos García Noblejas. Digo que fue maestro nacional, como él quería ser reconocido, y no profesor de educación general básica, como solía preferir el lenguaje oficial, que anteponía así la expresión equívoca a los viejos recelos suscitados por la profesión. En Villaviciosa yo, con el bagaje de un bachillerato de letras recién terminado, ayudaba a mi padre en las clases particulares de griego y latín que impartía durante el verano a los hijos de las familias madrileñas que habían malgastado a lo largo del curso costosas tarifas en afamados colegios. En Villaviciosa, en fin, me harté de jugar al fútbol y también al futbolín, que no es lo mismo, pero es igual [...]".

Manuel Carlos Palomeque

  

domingo, 6 de marzo de 2011

Ingrid Bergman


De entre los incontables sentimientos que los seres humanos son capaces de expresar dentro de su peripecia cotidiana, pocos se ofrecen a la contemplación con una identidad más oscura y sombría que el arrepentimiento. El persistente pesar por haber hecho algo en algún momento, o inclusive también por no haber llegado a hacerlo, se convierte para no pocas de sus atormentadas víctimas en una desabrida y lacerante llaga emocional que atosiga sin remedio la estabilidad anímica de los más dotados. No son pocos, por cierto, los que persisten en estrujar sus mentes hasta los límites de la tolerancia sicológica por no haberse atrevido en algún pasaje de su existencia a realizar un acto que la memoria se encarga siempre de exagerar. Los arrepentidos pasean de por vida las culpas de su indecisión, a pesar de que, sencillamente, nunca llegarán a saber lo que hubiera ocurrido de haberse producido el comportamiento tantas veces añorado. Esta consideración debería bastar por sí misma, sin la menor duda, para el abandono instantáneo de la insistencia destructiva en el propio reproche, al que a buen seguro tanto han contribuido las simplificaciones morales al uso.
Sin margen para el arrepentimiento, la excelsa Ingrid Bergman, que ya había lucido su candorosa belleza ante la cámara en los asombrosos planos de "Luz de gas", de "Casablanca" o de "¿Por quién doblan las campanas?", no dudaba así en adoptar una de las decisiones trascendentales de su vida. En 1949, se dirigía por escrito de este modo al creador del neorrealismo cinematográfico italiano, en la determinación más sincera y novelesca que conozco. «Señor Roberto Rosellini, si necesita usted una actriz sueca que habla muy bien el inglés, que no ha olvidado su alemán, que chapurrea un poco el francés, y que en italiano sólo conoce ti amo, estoy dispuesta a acudir y a hacer un filme con usted». No sólo hicieron juntos "Stromboli", sino que compartieron sus vidas durante años, a pesar de la infamante persecución de que fueron objeto dentro y fuera del star system. Y, como ha confesado en sus memorias, la diva nunca se arrepintió de ello.

Manuel Carlos Palomeque






sábado, 5 de marzo de 2011

Vienna y Jhonny


Apenas podía Johnny Logan (Sterling Hayden) disimular el rencor, que le recorría el rostro con la misma amargura que el deseo. Sus pupilas, tan lejanas de la compasión, ofrecían sin embargo el amarillento brillo de quie­­­­­­­­­­­­­nes recelan de un premeditado reencuentro con el placer perdido. Y su ho­­­­­­micida destreza con el revólver, tantas veces relatada con admiración y odio desde Alburquerque al río Pecos, había dejado paso por momentos a una guitarra de mil colores, que colgaba a lo largo de su fornida es­­pal­­­da.
De repente, cuando el emocionado espectador había comprendido que el lenguaje silencioso de las miradas se prolongaría durante algunos dra­­má­­ti­­cos instantes, Johnny descubre que la muerte está sólo en su recuerdo y di­­rige a Vienna (Joan Crawford) su resentido y ansioso requiebro.
- ¿A cuántos hombres has olvidado?
Las cicatrices que Vienna podía exhibir sólo en su alma no impedían por un instante el disfrute de su resplandeciente belleza por los incrédulos po­­bladores de la sala de proyección, al propio tiempo que retribuía a su ama­­do con el mismo dolor de la distancia en su corazón.
- A tantos como mujeres tú recuerdas.
La amarga confesión de recíprocas traiciones, imputable tan sólo al des­­tino que gobierna la separación de los amantes en las rojas tierras que es­­­­­­peran el paso del ferrocarril, es la declaración de amor renovada más so­­bre­­­­­­cogedora que yo haya visto nunca en el cine. Se encuentra, na­­tu­­­ral­­­men­­­te, en el film Johnny Guitar que Nicholas Ray realizó en 1953 para gloria de todos.




Manuel Carlos Palomeque

Pat Garrett y el cambio de los tiempos




Después de haber compartido un largo viaje por el reverso de la ley a tra­­­­vés de las gastadas tierras de Nuevo México, y cuando Pat Garret acepta co­­locarse una estrella en el pecho al servicio de los propietarios del fer­­ro­­car­­ril de Santa Fe, es enviado a comunicar a su antiguo compañero de fe­­cho­­rías que ya no existe un lugar para él en el próspero porvenir del territorio. El encuentro en­­tre los todavía amigos, sabedores ya sin embargo de sus destinos cruzados y san­­grientos, se produce en el viejo y mugriento colmado de las ruinas del Fuer­­te Sunmer.
Tan pronto como el abrasivo licor se desliza por vez primera en su gar­­ganta y los efectos de la implacable sacudida de sus vísceras lo per­­­­­­­mi­­ten, Pat Garret (un inaudito James Coburn, provisto como nunca de una voz de bronce y la parsimonia por actitud) no puede por menos que re­­­­co­­no­­cer las cicatrices del paso del tiempo.
- Estoy cambiando, Billy. Hablo en serio.
- ¿Qué se siente?, responde entonces Billy el Niño, no sin rodear el in­­­­­mun­­do establecimiento con su dulce mirada (prestada para la ocasión por un romántico Kris Kris­­­tofferson).
- Se siente que los tiempos han cambiado. Nunca dirá el comisario Gar­­­­­­ret nada con más nostalgia servida por una consciente firmeza.
- Los tiempos, es posible. Yo no. Una sonrisa impropia de lo inevitable cerraba así el destiempo del crepuscular pis­­to­­le­­­ro.
Asistían ambos, como tantos otros personajes reales o de ficción, a la fron­­­­­­tera de la historia. Y ante la encrucijada, Sam Peckinpah (Pat Garrett and Billy the Kid, 1973) muestra una doble moral para una mis­­­­­ma estética. La rebeldía del bandido adolescente, sin cabida ya en los nue­­­­­vos tiempos, frente a la acomodación su­­­perviviente y fratricida del es­­tre­­na­­do perseguidor, a quien le sobran, sin em­­­bargo, dignidad y patetismo.
Pero que nadie se engañe, en la propuesta poética del cineasta los cam­­­bios históricos acaban por destrozar las conciencias de los individuos. To­­­dos pierden, por­­­que, al fin y al cabo, como dice Pat Garret en un plano me­­­­­­­­­­­dio de fúnebre belleza, llega un momento en tu vida en que no puedes per­­­­­­­­­­der el tiempo pensando en el futuro.

Manuel Carlos Palomeque

Ópera y cinema



La edición en DVD del mítico “Don Giovanni” del director norteamericano Joseph Losey (1979), una película realizada a partir la ópera homónima del genial Wolfgang Amadeus Mozart, la más perfecta jamás escrita a juicio de Wagner, debe ser saludada verdaderamente como lo que es por encima de todo, un acontecimiento extraordinario para los amantes del cine y también de la ópera. Se trata además de una esmerada y vistosa publicación compuesta por tres discos y largamente esperada, que incorpora, junto al film remasterizado, un conjunto de documentales de sumo interés e imprescindibles para apreciar en su justa medida el alcance de tan atractivo producto cultural. El elenco de cantantes-actores es abrumador y emocionantes en general sus interpretaciones: el cínico y seductor Ruggero Raimondi (Don Giovanni); la dolida y vengativa Edda Moser (Doña Ana); la sensual y entregada aunque vindicativa Kiri Te Kanawa (Doña Elvira); el enamorado, solícito y bonachón Kenneth Riegel (Don Ottavio); el acomodaticio, miedoso y aprovechado José Van Dam (Leporello); o, entre todos los demás, la voluble y gozosa Teresa Berganza (Zerlina). El “Don Giovanni” de Losey plantea de todas formas una cuestión de envergadura para la teoría de la creación artística, que no es otra por cierto que la compleja relación existente entre el cinema y la ópera y sus diversas expresiones técnicas posibles. El “Don Giovanni” de Losey es lo que se ha dado en llamar un “film-ópera”, esto es, una versión cinematográfica en este caso de la ópera de Mozart sobre el burlador de Sevilla, rodada con libertad en exteriores maravillosos y con la música y las voces pregrabadas, aunque respetuosa con la partitura y el libreto originarios, a mitad de camino por lo tanto entre el cine y la ópera. El “Don Giovanni” de Losey no es simplemente una ópera filmada, como sucede en las retransmisiones de televisión o como lo es “La flauta mágica” de Ingmar Bergman (1975), en que el director se limita a recoger con sus cámaras y el talento de que disponga una representación teatral escogida. Ni siquiera es una obra cinematográfica abierta basada en un asunto musical u operístico determinado, como el “Amadeus” de Milos Forman (1984), ahora sobre la vida y obra del compositor salzburgués. Es otra cosa diferente, pero créanme muy bella.

Manuel Carlos Palomeque

Tiempo de cuentos

(Ignacio Martínez Pisón, Partes de guerra, RBA Libros, 2009)



No existe diferencia sustancial alguna, por lo que a la naturaleza del relato se refiere, entre una novela y un cuento, como no sea eso sí la diversa longitud o extensión del escrito y las consiguientes secuelas de un hecho como éste. Ya sé, sin embargo, que tan terminante afirmación no es compartida del todo por la crítica, dispuesta siempre a enumerar un buen puñado de razones técnicas que obligan a distinguir entre una y otra modalidad de la narración en prosa. Yo en cambio considero que la distinción es tan sólo convencional y que la brevedad sigue siendo una guía racional y relativamente segura (por no hablar de novelas cortas y de cuentos largos) para atribuir su condición debida a una obra de ficción, aunque no sea lícito por cierto recabar certeza y exactitud de los productos del espíritu. Cuánta enjundia y magnificencia literarias se hallan verdaderamente en cuentos imprescindibles, de Poe, Chéjov o Maupassant sin mucho rebuscar, en tanto que una pléyade de novelas pretenciosas exhiben su insufrible nadería a lo largo de centenares de páginas escritas en todas las lenguas, y aquí no voy a poner ejemplos, por lo que pido disculpas ante la falta de simetría en el discurso.

Pero, hablemos de cuentos y del idilio que el género parece sostener en el presente con el público lector, si se me permite la contradicción. Decía hace poco el flamante ganador del concurso internacional de cuentos Miguel de Unamuno en su última edición que nuestro modo de vivir contemporáneo, entre la prisa y el ajetreo sin mesura, que apenas libera tiempo para el cultivo intelectual de los adultos, debería entronizar al cuento y a su breve propuesta de deleite como señor del entretenimiento (la idea es suya, las palabras mías). Sea como fuere, y no sé si tendrá razón o no, otro día volveré sobre este asunto.

Por el momento, me contentaré con recomendarles un excelente libro de cuentos que se acaba de publicar. Ignacio Martínez de Pisón ha recogido, bajo el título Partes de guerra (RBA Libros, 2009), una antología de treinta y cinco relatos de algunos de los mejores escritores de ambos bandos de nuestra guerra civil, desde Arturo Barea o Max Aub a Edgar Neville o Luis López Anglada, además de otros posteriores, con el original propósito de componer una narración colectiva y sinfónica sobre la contienda y la rúbrica de la calidad literaria como soporte general.

Manuel Carlos Palomeque

La Música es él



Si algún compositor puede decir, al modo del Rey Sol, “la Música soy yo”, ése es Ludwig van Beethoven. De  manera tan contundente como exacta define el filósofo Eugenio Trías (El canto de las sirenas, Argumentos musicales, 2007) la magia arrebatadora que el músico alemán habría de desplegar para siempre, acaso como ningún otro de la extensa nómina de sus colegas, entre los entendidos más conspicuos y también entre los aficionados comunes. En ello radica para Trías uno de los enigmas inextricables de la historia de la cultura, y que no es otro que la capacidad inaudita del sordo genial para conseguir el mismo aplauso y degustación entusiasta entre los creadores, los musicólogos y los intérpretes de vanguardia, de un lado, y de otro el público más popular.

Yo no sé en realidad cuántos de los primeros asistieron a la interpretación del concierto para violín en re mayor de Beethoven (el único que escribió para este instrumento solista) a cargo del virtuoso canadiense Corey Cerovsek dentro del Florilegio Musical Salmantino de este año. Pero sí puedo dar cuenta en cambio, porque allí estaba para poderlo decir ahora, del modo como la excelsa música del maestro aturdidor, una de las más bellas y poéticas de su obra entera y semejante por la masa orquestal requerida para su ejecución a cualquiera de sus sinfonías gloriosas, se extendía a través de un público rendido cuya entrega tan sólo era comparable a su propia turbación.

El deleite estaba servido para todos cuantos llenábamos un Patio Barroco de la Universidad Pontificia que esa noche lucía especialmente hermoso, a los pies de la Clerecía y apenas bañado por la iluminación de sus torres, y al que no dejaban de asomarse en respetuoso conciliábulo las cigüeñas circundantes, que se aprestaban a ocupar sus plateas celestiales en la representación. El concierto ha merecido por descontado la atención del repertorio de los grandes violinistas de los dos siglos, desde el mítico Franz Clement que lo estrenó en 1806 en el beethoveniano Theater an der Wien de la capital austriaca, hasta, ya en el veinte, Jehudi Menuhin o David Oistrak, a quienes se deben grabaciones memorables de la obra. La interpretación del joven Cerovsek en el Florilegio fue desde luego apabullante por su calor y virtuosismo. Créanme  ustedes y, si no, pregunten a las cigüeñas, si es que las encuentran.

Manuel Carlos Palomeque 

Sostiene mi amigo

(Mauricio Wiesenthal, Libro de réquiems, Edhasa, Barcelona, 2004, 3ª reimpr. 2007)

Sostiene mi amigo, que por cierto no se llama Pereira ni siquiera es portugués, que sólo la lectura es antídoto adecuado contra las tribulaciones que producen los malos tiempos, como los que ahora toca vivir a tantos sin remedio. Pero entonces, le hago saber al instante, quien no haya leído nunca ni piense hacerlo jamás, y ello le ocurre siendo muy generoso a la mitad de la población, ¿deberá resignarse a perecer a manos del desasosiego? No lo creo, de verdad, prosigo con firmeza, pues estas personas carecerán siempre de la medida precisa para poder saber si dejaron o no de ganar con su práctica iletrada, de la que además en la mayoría de los casos no pueden responder.

 Es muy sencillo, sostiene mi amigo, si tu vida no te gusta, aunque no sepas si alguna vez lo llegó a hacer, si la crisis económica te ha dejado sin empleo, o acaso el empresario te lo ha quitado porque aquélla pasaba por allí, o inclusive si  has llegado a comprender que tus sueños del esplendor tienen en realidad los pies de barro, puedes encontrar un recambio de conveniencia en la literatura. En ella, y recorriéndola a tu antojo, podrás elegir entre el vino y las rosas, entre la mar y el viento o también entre el amor y la pesadilla. Y, si no te gusta la primera opción, te quedará siempre el recurso a muchas más, que todas las historia caben en los libros de historias. Más aún, podrás tomar fragmentos de unas y otras y combinarlos a voluntad y en caprichosa proporción hasta conseguir la historia perfecta. Aunque sea tan sólo para un rato, porque, superado el deleite momentáneo, siempre te quedarán más, a diferencia de lo que sucede en tu vida real, aunque a cambio nunca llegues a saber cuál de las dos es la verdadera, si la vida que crees vivir o la fingida.

 Bueno, bueno, no tuve más remedio que interrumpir la perorata, déjate de especulaciones y ponme un ejemplo de todo ello. ¿Qué libro tendría que abordar ahora para vivir mil vidas y no sólo la mía?, se me ocurrió preguntar. Pues, qué bien, fue su respuesta, el Libro de réquiems de Mauricio Wiesenthal, así como el cazador de nazis, aunque no sea él ni su hijo, una recopilación fascinante de famosos personajes (Mozart, Goethe, Nietzsche, Casanova y tantos otros), fetiches que han marcado la vida del autor y también la mía, sostiene mi amigo, que no se llama Pereira ni es portugués.

Manuel Carlos Palomeque

Luis Enrique de la Villa dirige un ambicioso y colosal comentario legislativo

(AA.VV., L. E. de la Villa Gil director, Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, Iustel, Portal Derecho, Madrid, 2011, 1.446 pp.)

      El desarrollo de la Constitución en materia de relaciones de tra­­­­ba­­jo comenzaba, como es sabido, por el cumplimiento del mandato con­­te­­­ni­­­do en su artículo 35.2: «la ley regulará un estatuto de los trabajadores». Habría de ser, así pues, la Ley 8/1980, de 10 de marzo, del Estatuto de los Trabajadores, la pri­­­­­­­­­­mera norma legislativa postconstitucional de contenido laboral, por­­ta­­do­­ra del propósito de renovar en el plano de la le­­ga­­li­­dad or­­di­­na­­ria el modelo de relaciones de trabajo heredado del régimen franquista, al propio tiem­­­­­­­­­­po que, condicionada, también entonces, por la grave situación de crisis eco­­nó­­mi­­ca en que nacía y a la que pretendía hacer frente, expresiva de una regulación flexible de las modalidades de contratación laboral. Se ha dicho así, con acierto, que el Es­­tatuto de los Trabajadores recibe el nombre del cambio político, en tanto que su pro­­­­­­­­­pia sustancia y cuerpo de la crisis económica.
La aceptación por el legislador constituyente de la expresión estatuto de los trabajadores, decididamente ajena a la tradición jurídica laboral es­­pa­­­­ñola, ya que no así a los ámbitos propios del Derecho Administrativo, res­­­­­­­­­pondía sin embargo a un contexto preciso. A pesar, por cierto, de que la Constitución Española emplease el término estatuto en varias ocasiones, como sinónimo siempre de norma re­­gu­­­­­­­­ladora de una actividad profesional en sentido amplio, ya sea para, ade­­más de los trabajadores, el personal de las Cortes Generales, los fun­­cio­­na­­rios públicos, las fuerzas y cuerpos de seguridad o el personal al servicio de la administración de justicia (arts. 35.2, 72.1, 103.3, 104.2 y 122.1).
Por lo que aquí interesa, resultó decisiva la influencia me­­dia­­ta de la promulgación en Italia de la Ley de 30 de mayo de 1970 [por la que se establecían “normas sobre la tutela de la libertad y dig­­ni­­dad de los trabajadores, de la libertad sindical y de la actividad sindical en los lugares de trabajo, y normas sobre co­­lo­­ca­­ción”], conocida ha­­bitual­­men­­te como statuto dei lavoratori y presentada con razón como una de las dis­­posiciones legales más in­­flu­­yen­­­­­­­tes en la historia com­­pa­­ra­­da del Derecho del Trabajo. Suponía rea­­l­­men­­­­­te la consagración legis­­la­­ti­­va general por vez primera de dos nociones tras­­cen­­den­­­­ta­­les en la historia moder­­na de las instituciones jurídico-laborales: la tu­­te­­­la de la libertad y de la dig­­ni­­­­dad de los trabajadores dentro de los centros de tra­­bajo y la presencia insti­­tu­­cio­­na­­li­­­­za­­­­da del sindicato en la em­­presa a través de órganos específicos.
Y la irradiación de la influencia extraordinaria del “estatuto italiano” llegaba a Es­­pa­­­­­­­­ña en plena Transición política, cuando se estaban discutiendo los ele­­men­­tos configuradores del nuevo mar­­co democrático de relaciones laborales su­­­­­­­­perador del existente durante el fran­­quismo. Y no antes, a sal­­vo de las referencias puramente aca­­­­démicas, al haber estado centrada la pre­­o­­cu­­­­­­­­­­­pación de las fuerzas polí­­ti­­cas en las incógnitas que plan­­­­­­teaba la sustitución de la dic­­tadura.
De este modo, los sindicatos es­­pa­­ño­­­­­­­­les asumían la propuesta de un código de derechos de los trabajadores, co­­­­­­mo expresión de ruptura con el modelo autoritario anterior [así el I Congreso Con­­federal de CCOO, Madrid, junio 1978, y su reivindicación de la «pro­­­mulgación de un código de de­­re­­chos de los trabajadores que garantice que la democracia penetre en la em­­pr­­­e­­­­­sa y en las relaciones laborales»]. Fi­­nal­­mente, el Gobierno y las fuerzas po­­­­líticas con representación par­­la­­­men­­ta­­­ria que suscriben los criterios pre­­vios a los Acuerdos de la Moncloa (oc­­tubre 1977) aceptarán dicha pro­­pues­­­­ta, por entender que la superación de la crisis económica que afectaba al país se vería facilitada al introducirse en el sistema económico una serie de modificaciones de fondo, referentes, en­­tre otros ámbitos, a la «trans­­­for­­ma­­ción del marco actual de relaciones labo­­ra­­les por medio del desarrollo de la acción sindical y de un código de de­­re­­chos y obligaciones de los tra­­ba­­ja­­do­­­­res en la empresa». Este compromiso no iba a recogerse, sin embargo, en el texto propio de los acuerdos eco­­nó­­mi­­cos, para quedar diluido en el pro­­­­­­­­ceso de elaboración del pro­­yec­­to constitucional y renacer, ya en la letra del artículo 35.2 CE, de la ma­­no de la fórmula definitiva de un «es­­ta­­­tu­­­­to de los trabajadores».
La expresión no dejaba de ser, a pesar de todo, una formulación constitucional nota­­ble­­men­­­­­­­te ambigua, susceptible en principio de amparar un contenido harto plural. Se trataba ver­­da­­de­­ramente, a partir de la letra del artículo 35.2 de la Constitución, de una ca­­tegoría “rel­­le­­nable” a voluntad del legislador ordinario, en función de la particular óptica de política legislativa esgrimida para la ocasión. Y no pasaba desa­­per­­ci­­bi­­do, en prueba de la indeterminación del término, que, en tanto que el común de los preceptos constitucionales lo acotaban con un artículo determinado [la ley regulará el estatuto, o fórmula si­­mi­­lar], el 35.2 encomendaba en cambio al legislador la re­­gu­­la­­ción de un estatuto de los tra­­­­­bajadores.
Ello no hacía, verdaderamente, sino trasladar el problema del “estatuto” a la operación de dotarlo de un contenido normativo apropiado, sobre cuya solución llegaron a barajarse diferentes propuestas dentro del debate jurídico laboral del momento. Sin embargo, el Estatuto de los Trabajadores resultante de la Ley 8/1980, de 10 de marzo, se apar­­­­taba de modo consciente de estas posibilidades. Le­­­­­jos de ser una norma di­­ri­­­­­gida a promover y garantizar los derechos propios de la posición ju­­rí­­­­dica [individual y colectiva] de los trabajadores asa­­lariados, el Estatuto des­­can­­­­saba finalmente sobre un triple contenido libremente de­­cidido por el Go­­bier­­­­­no en el correspondiente proyecto legislativo y no des­­virtuado por las Cor­­­­tes Generales [si se exceptúa la supresión de un tí­­tu­­lo relativo a los con­­flictos de trabajo, con el fin de propiciar la aceptación ge­­neral del pro­­yec­­to gubernamental por parte de la oposición socialista] du­­rante la tra­­mi­­ta­­­ción parlamentaria del mismo: 1) la regulación sis­­te­­má­­ti­­ca del contrato de trabajo [título I, «de la relación individual de trabajo»], bá­­­­si­­­camente a través de la refundición de las normas con rango de ley vi­­gen­­­­­tes en la materia [Leyes de contrato de trabajo de 1944, de re­­la­­cio­­nes la­­­­bo­­rales de 1976 y RD-L de relaciones de trabajo de 1977], in­­tro­­du­­­cien­­­­do con todo modificaciones de detalle varias; 2) la regulación de la re­­­­­­pres­­­en­­­ta­­­­ción unitaria de los trabajadores en la empresa [título II, «de los de­­­­re­­­chos de representación colectiva y de reunión de los trabajadores en la em­­­­pre­­sa»], ya anticipada durante la transición democrática por el RD 3149/1977, de 6 de diciembre, sobre elección de representantes de los tra­­ba­­­­­­ja­­do­­res en el seno de las empresas; y 3) la regulación de los con­­ve­­nios co­­­­lect­­i­­vos [título III, «de la negociación y de los convenios co­­lec­­ti­­vos»], que rompe de modo decidido con el mo­­de­­­­­lo limitado de negociación resultante de la Ley 18/­­1973, de 19 de diciembre, de convenios colectivos sindicales de trabajo, al re­­conocer sin am­­ba­­ges el pa­­pel creador de la autonomía co­­lec­­tiva.
Se había conseguido, de este modo, un “estatuto de los trabajadores” calificable como tal tan sólo desde un punto de vista formal. Se había cumplido, es cierto, el mandato nominal del artículo 35.2 CE, promulgándose una disposición legislativa que incorporaba la mención constitucional, aunque su contenido normativo se apartase finalmente de las expectativas reales abiertas por la misma. En cualquier caso, los treinta y un años transcurridos de aplicación continuada de esta Ley han aca­­­­­­ba­­­­do por convalidar en la práctica las razones que en su momento justificaron una decisión legislativa como la adoptada. Otra cosa es, por cierto, la crítica política dirigida hoy a su contenido normativo desde posiciones flexibilizadoras, que no dejan de denunciar el anclaje de la disposición en un modelo de producción sometido en el presente a una transformación profunda.
El Estatuto de los Trabajadores sería objeto, du­­ran­­te los años inmediatos a su promulgación, de numerosas y en oca­­­­sio­­nes pro­­fun­­­das modificaciones legislativas [a lo largo de los catorce años com­­pren­­di­­dos entre la entrada en vigor de la Ley y la gran re­­for­­ma del or­­de­­na­­mien­­­­­­­­to laboral de 1994, el Estatuto ha­­bía sido modificado nada me­­­­­­nos que en ocho ocasiones]. Hasta tal punto, que la disposición final sexta de la Ley 11/1994, de 19 de mayo, por la que se mo­­di­­fi­­caban una vez más [y esta vez de modo tras­­cen­­­dental] numerosos ar­­­tí­­­cu­­los del mismo, autorizaba al Gobierno pa­­­­ra que, en el plazo de seis meses des­­de su entrada en vigor [hasta el día 12 de di­­­­ciem­­­­bre de 1994, por lo tan­­­­­to], elaborase un texto refundido de la Ley 8/1980, del Estatuto de los Tra­­ba­­­­­­­­ja­­dores, incorporando, ade­­más de las mo­­­­di­­­­­­­­fi­­­caciones producidas por aquélla, las llevadas a cabo por las dis­­po­­si­­cio­­nes le­­­­­­­­­­­gales que citaba nomi­­na­­ti­­va­­men­­te, así co­­mo los cambios derivados de otras le­­yes igualmente relacionadas.
Por lo demás, y sin que se hubiese cumplido dicho mandato dentro del pla­­zo previsto, la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de “acompañamiento” a la de Presupuestos Generales del Estado para 1995, llevaba a cabo nuevas modificaciones del Estatuto de los Trabajadores, como había hecho asimismo la Ley 10/1994, de 19 de mayo, sobre medidas urgentes de fomento de la ocupación, llamada a integrarse también en el texto refundido pendiente. Por eso, aquélla au­­to­­ri­­­zaba de nuevo al Gobierno pa­­­­­ra la elaboración, en el plazo de tres me­­ses des­­de su entrada en vigor [es­­to es, an­­tes del día 1 de abril de 1995], de un tex­­­to refundido de la Ley 8/1980 del Estatuto de los Trabjadores, «incorporando, además de las mo­­­­di­­­ficaciones introducidas por la pre­­­­sen­­te Ley, las efectuadas por las [dis­­­­posiciones legales que cita]», así co­­mo, «dán­­­doles la ubicación que les cor­­­­res­­­­­ponda», los cambios de­­ri­­­va­­­dos de otras dis­­­posiciones que asimismo men­­­­­­­ciona, debiendo proceder, por úl­­­­ti­­­mo, a «las actualizaciones que re­­sul­­ten procedentes como consecuencia de los cambios producidos en la or­­ga­­ni­­­­­­­zación de la Administración General del Estado desde la promulgación de la Ley 8/1980, de 10 de marzo» (disp. fi­­nal 7ª). Todavía más, la disposición fi­­­­nal de la Ley 4/1995, de 23 de marzo, de re­­gulación del permiso parental y por maternidad, ordenaba incluir en el correspondiente texto refundido las mo­­­­­­dificaciones producidas en el Estatuto de los Trabajadores por ella mis­­­­­­­­ma.
Y así, dentro ya del plazo renovado, el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, aprobaba el Texto Refundido de la Ley del Es­­ta­­­tu­­­­­to de los Tra­­ba­­­­ja­­dores, que se insertaba como anexo a continuación y en­­­­­traba en vi­­gor el día 1 de mayo de 1995. El nuevo cuerpo normativo ampliaba su contenido, como consecuencia de los singulares tér­­­­­­­­minos del mandato legal de refundición y la consiguiente incorporación de ma­­te­­rias que se encontraban dispersas en diferentes disposiciones le­­ga­­les [y no só­­lo de modificaciones propiamente dichas del Estatuto], y pasaba a disponer de cuatro títulos [fren­­te a los tres originarios], re­­la­­­ti­­­vos, respectivamente, a la relación in­­di­­­vidual de trabajo (arts. 1 a 60), los derechos de re­­pre­­sen­­­­­­­­ta­­c­­ión co­­lec­­ti­­va y de reunión de los trabajadores en la empresa (arts. 61 a 81), la ne­­go­­­­­ciación y los convenios colectivos (arts. 82 a 92) y, no­­ve­­­do­­­­­­sa­­men­­­­te, las in­­fracciones laborales (arts. 93 a 97).
Sin embargo, este último título, que incorporaba las normas sobre la materia procedentes de la Ley de Infracciones y Sanciones en el Orden Social, era derogado de modo expreso e íntegro, en un viaje de ida y vuelta cantado, por el Texto Refundido de ésta, que rescataba así en el año 2000 [a través de ésta y de otras operaciones derogatorias semejantes] su originaria vocación general dentro del ámbito administrativo sancionador en el orden social (STC 195/1996) y, a fin de cuentas, devolvía a la Ley del Estatuto de los Trabajadores la estructura normativa y el contenido institucional [triple en ambos casos, como se sabe] con que había nacido.
Con todo, el vigente Texto Re­­fun­­­­­­­dido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, objeto de los Comentarios de que aquí se da cuenta, no ha dejado de ser objeto, por su parte, de modi­­­fi­­­caciones de diverso al­­­­cance por normas legales pos­­teriores, que auguran seguramente una nueva refundición en el futuro. La última de las cuales, por el momento, no es otra que la importante Ley 35/2010, de 17 de septiembre, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo [la “versión 2010 de la reforma laboral permanente”, como he titulado en otra ocasión], asimismo incorporada a nuestra obra.
Sea como fuere, lo cierto es que la Ley del Estatuto de los Trabajadores comparece ante el observador desde luego, como recuerda Luis Enrique de la Villa en el prólogo de la obra, como «la norma jurídico laboral más importante del ordenamiento español». Y, como tal, no puede sorprender naturalmente que haya sido objeto a lo largo de sus muchos años de vigencia de un sinfín de ediciones comentadas con uno u otro propósito y alcance efectivo. Ahí está por todas ellas, ciertamente, y sin que me permita ahora ninguna otra referencia, la que el maestro Manuel Alonso Olea dirigía con ocasión del vigésimo cumpleaños de la disposición legal [El Estatuto de los Trabajadores. Veinte años después, 2000], que veía la luz como número 100, especial monográfico en dos volúmenes, de la Revista Española de Derecho del Trabajo que aquél dirigía y, asimismo, en publicación independiente por parte de la Editorial Civitas de Madrid.
Ahora, cuando se cumplen treinta y un años desde la entrada en vigor de la norma, se publica el ambicioso y colosal comentario del Estatuto de los Trabajadores que Luis Enrique de la Villa Gil ha dirigido para Iustel. La labor de recopilación y comentario de disposiciones normativas laborales, sindicales y de seguridad social no había sido ajena verdaderamente a su producción científica. Antes al contrario, alrededor de una veintena de publicaciones habían recogido hasta la fecha el provechoso y cuidado balance general de este quehacer, practicado en su mayoría en equipo y bajo su dirección y de las que dan cuenta y pormenor las densas relaciones bibliográficas del autor. En esta ocasión, los Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, bajo la dirección de Luis Enrique de la Villa, reúnen la esforzada contribución de dieciocho autores, entre los que se cuenta de modo principal el propio maestro, que se distribuyen el análisis del articulado de la Ley. Son los afortunados comentaristas, por el mismo orden alfabético con que aparecen en la portada de la obra y con su director al final, J. I. García Ninet, I. García-Perrote Escartín, A, Garrigues Giménez, E. Juanes Fraga, D. Lantarón Barquín, M. A. Limón Luque, Lourdes López Cumbre, J. R. Mercader Uguina, M. Nogueira Guatavino, A. de la Puebla Pinilla, Mª. G. Quintero Lima, B. Suárez Corujo, G. Tudela Cambronero, Y. Vadeolivas García, D. de la Villa de la Serna, G. de la Villa de la Serna, L. E. de la Villa de la Serna y L. E. de la Villa Gil.
La obra exhibe una coherencia y homogeneidad que la distingue con fuerza de otras experiencias del género. Por lo pronto, por la consistencia científica de su autoría, en la medida en que, a pesar de la pluralidad extendida de coautores, todos ellos participan sin excepción de un tronco doctrinal y formativo originario [«discípulos directos o discípulos directos de mis discípulos directos», «el sueño de un sueño», advertirá el maestro con legítimo orgullo en el mencionado prólogo]. Pero es que, además, destaca aquélla sobremanera por la portentosa y uniforme disciplina, marca de la casa desde luego, del método con que se acomete cada comentario de cada precepto de la Ley. «Tratar todos los preceptos con el mismo método –advierte el profesor de la Villa de seguido-, sean claros u oscuros, sustantivos o instrumentales, largos o cortos, muy estudiados por los colegas o apenas arañados por la literatura existente», puesto que, proseguirá a continuación sin merma de razón, «hay que reconocer que hacerlo de ese modo debe ser difícil pues no viene siendo la regla en este particular capítulo de la producción científica, que hace muchas veces de los libros de glosa legal una colección de comentarios tan dispares cuantos sean los autores de los mismos».
Cada comentario de los noventa y siete artículos [existen dos artículos bis] y de las treinta y siete disposiciones [dieciocho adicionales, trece transitorias, una derogatoria y cinco finales] de que consta el Estatuto de los Trabajadores, que no dejan de ser en realidad sino otros tantos ensayos sobre la materia o materias suscitadas por cada precepto [la autoría de los comentarios figura por cierto en una relación general previa], se compone estructuralmente de un quíntuple contenido.
El texto aborda, en primer lugar, los antecedentes del precepto objeto del comentario, «para [explica Luis Enrique de la Villa de nuevo en el prólogo de la obra, a quien se debe cuanto se entrecomilla a continuación] saber de dónde vienen [las normas], antes de decidir a dónde van». En segundo, las concordancias «siquiera más relevantes con otros preceptos del mismo y de distintos cuerpos normativos». En tercero, la jurisprudencia social, doctrina judicial y doctrina constitucional que «los supuestos de hecho contemplados por el legislador hayan merecido a lo largo del tiempo». En cuarto, los esfuerzos doctrinales precedentes, «sin cuyo conocimiento la lectura del comentario queda inevitablemente coja». Y, en quinto y último, la aportación personal de quien «se compromete a decir algo que ni se desprende con sencillez del mero acercamiento a la dicción legal ni, en la medida de lo posible, ha sido dicho con anterioridad».
Sólo queda, en fin, que el lector de estas líneas, interesado por hipótesis en el ordenamiento jurídico laboral, se adentre sin demora en el conocimiento de una obra a todas luces imprescindible.


Manuel Carlos Palomeque