viernes, 18 de febrero de 2011

Mi querida Universidad de La Laguna (Un viaje sentimental a través de cuatro prólogos)

La Historia de dos Ciudades de Charles Dickens es, sabidamente, la propia de París y Londres incorporadas de lleno en la ficción literaria al escaparate revolucionario de 1789, pero por qué no también la contemporánea y sosegada de La Laguna y Salamanca dentro del corazón de quien les habla y a través del relato sentimental que me propongo compartir con ustedes. Y es que a mí me sucede, tal vez, lo que al personaje de este misterioso e inmortal escrito, acerca de cuya inquieta identidad ilustra como ningún otro testimonio el siguiente diálogo:

- [...] Mi amigo es un hombre de hábitos estudiosos y extraordinariamente enérgicos; se aplica con gran ardor a la adquisición de conocimientos profesionales; lleva adelante experiencias; se interesa en mil cosas. ¿No serán demasiadas actividades para él?
- Creo que no. Quizá sea una de las características de su inteligencia esa perentoria necesidad de ocuparse en algo. Quizá esa necesidad sea en él algo innato o quizá sea un resultado de su angustia. Cuanto menos ocupado estuviese en actividades convenientes, mayor sería el peligro de que su pensamiento se desbordase en la dirección inconveniente [...].
- Mi querido doctor, si en estos momentos él estuviese abrumado por el trabajo...
- Mi querido Lorry, dudo que eso pueda suceder fácilmente [...].
Sea como fuere, necesitado o no mi espíritu de contrapeso alguno, el distinguido auditorio deberá tomar nota en este instante de una confesión necesaria. Cual es, por cierto, la advertencia acerca del alcance mismo que me he permitido atribuir a este discurso, situado de modo consciente y liberador fuera de las fronteras materiales de la disciplina universitaria que profeso, el Derecho del Trabajo como es notorio. Y, desde luego, frente a lo que pudiera esperarse y a pesar de que haya sido a buen seguro el cultivo de aquél, en reconocimiento generoso e insustituible de los patrocinadores del doctorado por causa de honor, el motor del recorrido hasta esta tribuna.
Me ocuparé, así pues, a lo largo de los siguientes minutos, de dar rienda suelta a los estímulos de la memoria, de esa misteriosa facultad que, lo advertía precisamente Emilio Lledó en su investidura doctoral honorífica por esta Universidad en 1997, nos permite reconocernos en cada presente y reencontrarnos y asumirnos en nuestro propio pasado, sabiendo además que no existe mecanismo racional alguno que no tenga que superar el fielato interesado de los controles del alma, para de este modo establecer mi vinculación imborrable con la Universidad de La Laguna, desde mi incorporación a su claustro de profesores en aquel idealizado 1979 hasta el día de hoy, y una distancia de más de veinticinco años entre los dos.
Si Francisco Tomás y Valiente, tan vinculado a este Estudio bicentenario a través de su medalla de honor como admirada su memoria por toda persona de bien, interpretaba en situación semejante su doctorado honoris causa por la Universidad de Salamanca como consecuencia de los vínculos que había dejado en la misma durante dieciséis años de su vida [tenido por él como regalo generoso de esta Universidad a quien fue profesor suyo, claustral suyo y de quien no se ha olvidado aún], habrá de resultar seguramente harto complejo en mi caso entender el otorgamiento del preciado galardón académico que aquí nos convoca, a poco que se atienda a la desproporción existente entre mi limitada estancia administrativa en la Universidad de La Laguna y el crédito infinito que me atribuyen los órganos de gobierno y de representación de esta institución académica ante méritos de cuya relevancia sólo ellos deberán dar cuenta.   
Me propongo, a fin de cuentas, la recreación de mi Universidad de La Laguna, si se me permite el uso del acaparador posesivo, que verdaderamente no lo es tanto como pudiera parecer, pues se debe entender, como lo hacía Alejandro Cioranescu sobre idéntica relación de pertenencia, que la evocación de mi Universidad es una añoranza y un retorno sobre sí mismo, que implica, quiérase o no, el uso constante de la primera persona. Y es seguro que ningún otro recurso narrativo se muestra tan simbólico y emotivo para llevar a cabo esta gratificadora operación como abordar mi relación continuada con dicha Universidad a través de los prólogos o escritos de presentación que he tenido la fortuna de realizar a cuatro libros de otros tantos profesores de la misma, ligados todos ellos a perpetuidad [y desde luego no son los únicos] a mi propia vida personal y no tan sólo al discurrir de los avatares académicos y profesionales comunes. De tal modo que la redacción de estos textos a lo largo de varios años, y cuando ya no pertenecía a la plantilla docente de la Universidad canaria, deberá ilustrar con la necesaria elocuencia y continuidad acerca de su honda huella.
Podría hacer hincapié, si acaso, en que a lo largo de estos años he participado en innumerables seminarios o ciclos de conferencias organizados por la Universidad de La Laguna, sin contar con mis intervenciones, también abundantes, en actividades docentes de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Tenerife o del Colegio provincial de Graduados Sociales, cuyo centro de práctica profesional cuenta de modo estatutario desde 1992 con la denominación de Escuela Carlos Palomeque. O también, a continuación, pasar revista a las tesis doctorales dirigidas por mí en esta Universidad, o a mi presencia habitual a su propuesta en tribunales de concursos de profesorado, como la presidencia de los relativos a las Cátedras de los profesores Álvarez de la Rosa y Ramos Quintana. Pero no proseguiré por este camino, aunque sólo sea para eludir el reproche demoledor contenido en la aguda observación de Stendahl, según la cual «basta con escuchar tres minutos seguidos para preguntarse uno qué es más insoportable, si el énfasis del orador o su abominable ignorancia».
El día 25 de abril de 1979 tomaba yo posesión de la plaza de Profesor Agregado de Derecho del Trabajo de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Laguna, tras haber superado meses antes [al igual que los profesores Federico Durán López y Jesús Galiana Moreno para sus respectivos destinos] los seis ejercicios del correspondiente concurso oposición. Era entonces Decano de la Facultad canaria el civilista don Antonio Martín Pérez, a quien siempre tuve que agradecer su discreción afable, además de su trato amistoso proverbial. Y durante mi estancia lagunera conocí también el mandato sucesivo, al frente del Estudio Fernandino, de los Rectores don Antonio Bethencourt Massieu, con quien apenas tuve trato directo y personal, más allá de la relación oficial contenida, y [tras unos meses de rectorado en funciones a cargo del profesor Sánchez Martínez] de don Gumersindo Trujillo Fernández, que comenzaba en el distrito, con el apoyo general e ilusionado que demandaba su prometedora capacidad de gobierno, una etapa universitaria de transición verdadera.
A comienzos del inmediato curso académico me hacía cargo de la dirección del Departamento de Derecho del Trabajo, cuya docencia reposaba hasta mi llegada sobre la dedicación principal de los profesores Francisco Pérez Saavedra y Alberto Guanche Marrero. También estaba con nosotros Manuel Álvarez de la Rosa, con quien de inmediato comencé a establecer, no ya una relación profesional estrecha acerca de la elaboración de su tesis doctoral, sino, lo que es mucho más importante, una vinculación de amistad plena e imperecedera que le han convertido en persona principal dentro de mi vida. Él mismo ha tenido a bien perpetuar tan impagable vínculo con el reconocimiento emocionante de nuestra amistad en la dedicatoria impresa de uno de sus libros. Sin embargo, quién habría de decir en aquel momento preliminar que, veinticinco años después, la relación personal y académica entre ambos iba a ofrecer a la comunidad científica el exponente emblemático de un tratado de nuestra disciplina, expresivo por lo demás de la particular concepción institucional y metodológica del ordenamiento jurídico laboral que compartimos, y que ha llegado a alcanzar hasta el momento nada menos que doce ediciones.
En Villaviciosa de Odón, pueblo madrileño en que mi padre fue maestro nacional hasta su jubilación [maestro nacional, como él quería ser reconocido, y no profesor de educación general básica, como solía preferir el lenguaje oficial, que anteponía así la expresión equívoca a los viejos recelos suscitados por la profesión], y en el mes de julio de 1982, cuando hacía ya casi dos años que había dejado la Isla, redacté y firmé el prólogo del libro de Manuel Álvarez de la Rosa resultante de su tesis doctoral [Invalidez permanente y seguridad social], primera que se realizaba en la Universidad canaria sobre este sector singular del ordenamiento jurídico. En este prólogo daba cuenta de las palabras que Manuel Álvarez de la Rosa me dirigía al poco de conocernos, en el primer almuerzo que nos reunió en torno a la mesa de Hortensia en Tegueste, tan sobria como apetitosa y todavía hoy abierta a los buenos conocedores del condumio isleño tradicional, que ahora no me resisto a reproducir. Mira, Carlos –decía Álvarez de la Rosa, pese a lo que a primera vista pueda parecer y se diga por ahí, los canarios acabamos por entregarnos a la amistad, sin reservas y con el corazón abierto. Pero es necesario vencer un cerco inicial de desgana. Haz lo posible por superarlo. Que estaba en lo cierto acabaría por confirmarlo la amistad consistente trabada con canarios de dentro y fuera de la Universidad, como de modo principal y ya desde el primer momento, además del propio interlocutor, Alberto Guanche, Francisco Clavijo, José Luis Rivero, Guillermo Núñez o Fermín Rodríguez Santana.
Fue en Casa Hortensia y seguramente en la comida que acabo de referir, cuando habiéndome percatado yo de la existencia de una propuesta gastronómica singular dentro de la reducida pero sin igual carta del local, descrita sin el menor aditamento explicativo como papas rellenas de bubangos, y requerido de modo discreto el mesonero, que naturalmente no tenía por qué saber nada de tropos ni demás figuras del lenguaje, acerca del contenido de tan eufónica formulación [pero, ¿qué son exactamente los bubangos?, me oyó requerir comedidamente, a mitad de camino entre la perplejidad disimulada y la esperanza confiada a una aclaración tan inmediata como fuese posible], se despachó al instante con una inapelable sentencia de difícil olvido: pues qué va a ser, mi hijo, el relleno de las papas, qué otra cosa si no. Supe de inmediato, sin embargo, cuando el apetecible plato ya servido alardeaba de sus tenues colores encima de la mesa y su contemplación había disipado por completo la inquietud que lo había acompañado hasta entonces, que esos bubangos inciertos mucho se parecían a lo que yo siempre había tenido por calabacines.
Nos instalamos los cuatro en La Laguna, después de haber valorado y desatendido al instante las advertencias que sobre las inhóspitas temperaturas invernales de la ciudad [que no era para tanto lo pudimos confirmar sin mucha tardanza] propagaban los pobladores de la capital santacrucera, bien es verdad que con el aval cálido y azul de sus alisios y ramblas envidiados. No entendía yo cómo, teniendo la fortuna de haber venido a trabajar a la Universidad que había recibido de la histórica ciudad su marca internacional, y sin saber entonces por cuánto tiempo, podía permitirme el desairado comportamiento de no residir dentro de su perímetro rectangular y recoleto.
Así es que alquilamos un piso espacioso y amueblado, ni más ni menos que en la calle de La Carrera [ya se llamaba entonces Obispo Rey Redondo], encima de la Óptica Rieu y al lado de la librería El Águila, compartiendo descansillo con el despacho de abogados del recordado José Luis Maury y mirando de soslayo desde los corridos ventanales canarios de la vivienda, ahora a la Catedral, ahora al Teatro Leal, de acuerdo con los deleites alternativos del observador y, si la vista alcanzaba al final de la calle, también a la Iglesia de la Concepción y a la Casa de Fernández de Lugo el Adelantado, pasando de soslayo por un Hotel Aguere legendario y sin par, en que yo había recalado una noche durante mi primera estancia en la ciudad para tomar posesión de mi cargo docente, al igual que había hecho Emilio Lledó en idéntica circunstancia y seguramente tantos otros profesores godos. Que la elección de la ciudad estaba bien hecha lo podré decir siempre, con el verso prestado de Pedro García Cabrera, mi Laguna del alma, nidal, simiente, cenáculo.
Yo me pasaba todo el día en la Facultad de Derecho, que se encontraba, al igual que las de Ciencias y Filosofía y Letras, la Biblioteca General y el Rectorado, dentro el suntuoso Edificio Central de la Universidad, que había sustituido a partir de 1953 a las dos viejas y hermosas casonas con que la Universidad Literaria de San Fernando contaba en la calle lagunera de San Agustín, a pesar de que el proceso de su dispersión territorial en múltiples sedes y emplazamientos estaba ya a punto de hacer su presa sobre el tronco erguido, siguiendo la suerte común de sus congéneres peninsulares en un camino imposible hacia no se sabe cuántas titulaciones, postgrados y demás destinos inciertos.
Era una delicia, por lo mismo, transitar a través de los amplios pasillos del noble edificio, provisto de espigadas escalinatas coronadas por coloridos vitrales y de jardines interiores repletos de la flora que le es propia al lugar, dejando así a un lado el decanato de Derecho o el aula magna de Ciencias, y al otro la sala de profesores de Matemáticas o la delegación de alumnos de Letras, para desembocar a mitad de trayecto en una cantina unitaria para todos los usuarios del conjunto de ramas del saber que se hallaban presentes en la oferta académica de la institución. Cuando a diario entraba yo en el reparador establecimiento, con la intención de desayunar minutos antes de mi clase de las diez y cuarenta y cinco, tenía siempre la sensación de que me encontraba en plena discusión de los estados generales, pues tal era el grado de efervescencia y agitación circundantes, manifiestas por igual en la discusión política sobre los asuntos del momento o, inclusive, en la petición de consumiciones a gritos.
Dentro de la Facultad de Derecho que yo viví, politizada y sensible, rigurosa y solvente, me llamó pronto la atención que la tradicional composición ideológica del profesorado que yo conocía de mis anteriores Universidades, la Complutense y la Autónoma de Madrid, arrojaba en La Laguna una fisonomía más compleja y sutil. Y es que la posición política de la, llamémosla así, izquierda universitaria acerca de las cuestiones que envolvían el desarrollo cotidiano de la institución, recién inaugurado el sistema constitucional y todavía sin superar la transición democrática, no adoptaba sobre los grandes asuntos una posición material homogénea dentro de su pluralidad, sino que ampliaba su oferta con un componente nacionalista para mí desconocido. Por todo ello, las juntas facultativas y los claustros profesorales a los que asistí dieron siempre prueba continuada de riqueza teórica en las controversias sobre los más variados asuntos de sus órdenes del día, académicos o no.
También tenía tiempo para acudir diariamente al Club Náutico de Bajamar [se habrá comprendido naturalmente que la mención precedente a pasar el día en la Facultad no deja de ser una disculpable licencia], del que había comprado una acción propietaria, debidamente acreditado por mis amigos los profesores Manuel Morón Palomino y Juan Miquel González. Allí iba a media mañana durante una hora, para jugar al tenis y bañarme en las piscinas naturales de agua de mar, no importaba con qué resultados deportivos en el primer caso, pero siempre bajo la inconmovible vigilancia del Teide y su huella atávica, regresando después a la Facultad todavía con tiempo para proseguir la tarea habitual. Algunos fines de semana, cuando no al Médano, también íbamos, esta vez los cuatro, a Bajamar.
Durante ese curso académico tuve que viajar a Madrid en numerosas ocasiones, como consecuencia principal de haber entrado en vigor la Ley del Estatuto de los Trabajadores [hoy se cumplen no en balde veinticinco años de aquel día 10 de marzo de 1980 en que se fechaba su existencia], cuyo conocimiento y estudio sistemático había de requerir de numerosos seminarios y conferencias, a buena parte de los cuales tuve la fortuna de ser invitado. Y así, mucho más que por el eventual acierto de mis juicios y reflexiones críticas acerca de las cuestiones tratadas, fui agasajado injustamente [si se repara en la comparación entre medios y fines] por el envidiable color que lucía mi rostro, impropio de los hacinamientos madrileños. Explicaba al instante, aunque es verdad que de forma somera y frugal, para no ahondar en los males de la envidia, a los que no son inmunes ni siquiera los más sabios laboralistas, las razones de la renovada apariencia de mi semblante y rendía pleitesía a Bajamar y a sus piscinas soleadas y ventosas, a dos mil kilómetros de distancia de la tertulia capitalina.
Disponer así de una cuota parte en lugar tan envidiable y anhelado como el Club de Bajamar, con el derecho aparejado de utilización de sus instalaciones deportivas y de recreo, pasaba a todas luces por la tenencia de un preciado bien, una vez que dejaron de ser admitidos nuevos socios ante una demanda creciente y la imposibilidad de que el establecimiento pudiera mantener la calidad de los servicios que se prestaban. Por ello, la tristeza de desprenderme del gratificante título, cuando dejé la Universidad lagunera para recalar en la meseta, sólo pudo ser compensada en parte por la satisfacción de cedérselo, puedo decir que por el mismo precio que había pagado en origen y sin la menor plusvalía tal vez legítima, a mi amigo Francisco Lemus, cuya rutilante librería [son varias en verdad las que la familia posee en la Isla] sigue siendo uno de mis lugares de culto cada vez que, y tan pronto como, regreso al paraíso perdido.
Y, en fin, algunas tardes llevaba a Pablo al cine, menos veces a Carlota  y creo que ninguna a los dos juntos. Mari Carmen y yo nos turnábamos a diario para acompañarlos a sus respectivos colegios, naturalmente en tránsitos de ida y vuelta. Carlota, que a los seis años hacía entonces su primer curso de educación básica en la Escuela Aneja a la Normal de Magisterio de la Universidad, requería inquieta y asustada la presencia constante y paciente de su madre durante el almuerzo en el poblado comedor del colegio, desconcertada la niña tal vez por los nuevos sabores ausentes de su dieta alimentaria conocida. Y en la guardería «Dumbo» a la que iba Pablo, con dos años menos que su hermana, un robusto y avejentado loro situado en su jaula compañera a las puertas del centro preescolar anunciaba una y otra vez a los cuatro vientos, a quien reparase en su reclamo pertinaz, de forma vacilante y acorde seguramente con los empujones recibidos de su agresivo y minúsculo compañero, las dos sílabas de su nombre.
Una tarde de primavera fui con Pablo a ver la fascinante película Espartaco de Stanley Kubrick, en que se aborda con emocionante pulso narrativo la historia del mítico gladiador y de su revuelta militar contra el sistema esclavista de la Roma imperial en el momento de su máximo esplendor político. La daban, creo que en sesión continua, en un cine hoy ya inexistente de la calle Heraclio Sánchez de La Laguna, situado en la acera de los impares de esta rúa estudiantil legendaria y cuyo nombre lamento no recordar ahora. Entramos con la proyección comenzada, desde luego acompañados por una amable y jovial acomodadora [reparé en ambas condiciones ciertamente de modo sucesivo], que sorteaba con soltura notable las incómodas miradas de los deslumbrados espectadores de ambos lados del pasillo central, por el que descendíamos los tres con el sigilo y la atención que son exigidos en estos casos, en busca claro es de dos localidades libres y contiguas que pudieran encontrarse a una distancia de la pantalla compatible con la salud oftalmológica de cada uno.
El silencio de la sala en penumbra fue roto al instante, en medio de una trepidante secuencia de lucha armada sobre la arena, por una repentina y altisonante expresión de Pablo, que llevaba inevitablemente la turbación y el desasosiego, ignoro si a partes iguales, al desprevenido auditorio con más intensidad, si es que ello fuese posible, que la propia acción cinematográfica. ¡Quiero que ganen los tarzanes!, se le oyó decir con claridad en las butacas adyacentes. Lo que hubo de provocar, como es lógico, mi intervención apresurada e instantánea, sabiéndome en cualquier caso respaldado a sólo dos pasos por la solícita y comprensiva acomodadora, que veía por desgracia en el incidente uno más de los inevitables requerimientos ligados a su menguada remuneración. Silencio, Pablo, que no son tarzanes, que son gladiadores, fue lo primero que se me ocurrió, movido seguramente por la deformación profesoral de quien quiere dejar las cosas en su sitio. Lejos de haberlo conseguido, el niño, más preocupado sin duda por el desarrollo de la lid en panavisión que por las explicaciones históricas del acontecimiento, tuvo a bien la respuesta surrealista que merecíamos. Bueno, pero quiero que ganen los radiadores. Lamentablemente, para la historia y también para el séptimo arte, no pudo ser así.
Por entonces las hoy profesoras de esta Universidad de La Laguna Margarita Ramos Quintana y Gloria Rojas Rivero estudiaban tercer curso de la licenciatura en la Facultad de Derecho, precisamente el mismo año en que yo impartía en el centro nuestra hoy común asignatura a sus compañeros de un curso superior. Ellas sí supieron de mí en aquel momento, habiendo asistido por propia confesión a alguna de mis intervenciones públicas y conocido anécdotas varias que todavía me refieren, aunque yo no descubrí en persona a ninguna de las dos. En cuanto a las historias, por ejemplo, el «sucedido del can», que ha llegado hasta hoy deformado por la transmisión oral. Quizás deba ser ésta la ocasión para dejar sentada por mi parte su versión auténtica y consolidada.
Dentro del Edificio de la Universidad, y no sólo de sus espléndidos jardines exteriores, solía mostrar su presencia variopinta un, así como suena, conjunto indefinido de perros de la más variada procedencia y composición racial. Nadie les hacía extraños y la comunidad universitaria había terminado por aceptar, ignoro si de buen grado, su cansino deambular a través de pasillos y escaleras, sin que se incomodara ni un ápice al verlos asistir con ejemplar parsimonia a asambleas de estudiantes, marchas reivindicativas o colas para el ejercicio de trámites académicos en dependencias rectorales. Algún chusco había llegado a propagar inclusive que los más aventajados ejemplares del canino colectivo habían sido matriculados, seguramente en régimen de enseñanza libre, en titulaciones inconfesables.
Así es que una mañana otoñal, cuando me disponía a dar comienzo a mi clase diaria a un centenar de estudiantes de cuarto curso, que se habían acomodado ya en las bancadas del aula en medio del habitual y preliminar ajetreo, observo con sorpresa y temor, por qué no reconocer también este segundo ingrediente, que un perro descuidado, de color canela y un tamaño incompatible con la tranquilidad de cualquiera, se encontraba tumbado en el suelo a sólo dos metros del atril sobre el que me disponía a hablar, quién sabe si tan interesado como los demás en conocer de una vez la terrible cuestión de la naturaleza del convenio colectivo.
Como el animal no se movía, y daba a entender además que no lo iba a hacer de inmediato, a pesar de la instrucción reiterada que yo mismo le hacía llegar, mostrándole con energía la puerta del aula, y como me parecía por ende fuera de lugar dar comienzo a la clase con tan insólito y para mí perturbador asistente, me permití al cabo de algunos instantes requerir la presencia del solícito bedel que cubría la asistencia docente de las aulas situadas a ese lado del pasillo de la planta baja, supuestamente familiarizado con las exigencias de situaciones de este género. Fue, sin embargo, la única negativa que obtuve jamás del respetado y célebre don Pedro. Presentado éste en el lugar, y después de haberse percatado de modo sucinto de los términos de la azarosa secuencia, se limitó a proclamar a prudente distancia del can, en medio desde luego de la chanza generalizada de los presentes, que entre las obligaciones laborales de su compromiso no figuraba en ningún caso la de acarrear perros a través del recinto universitario y que, además, por si ello no bastase, la eventual operación le producía un miedo cerval. Antes de que yo mismo pudiera decirle que comprendía al menos la segunda parte de su protesta, un estudiante moreno y fornido situado junto a la primera ventana del local se levantó de inmediato sin mediar palabra y, agarrándolo por el cuello con arrojo no exento de cuidado, fue arrastrando al animal hasta los confines del aula, para ser depositado a buen recaudo en el pasillo exterior. Un aplauso general y espontaneo, al que de buen grado nos sumamos aliviados el bedel y yo mismo, puso término a incidente tan penoso, poco antes de que la clase de la mañana pudiese discurrir por los derroteros que de ella cabía esperar.
En el prólogo que redacto ya en Salamanca, en el mes de octubre de 1989, al primer libro de Margarita Ramos Quintana [El trabajo de los extranjeros en España] doy cuenta de la honda satisfacción que me había producido en su momento el encargo del profesor Álvarez de la Rosa para asumir la dirección de la tesis doctoral de aquella licenciada brillante y de futuro académico asegurado, cuando la mayor y la más dorada de las plazas había reemplazado ya en mi retina y en mi hoja de servicios a la sobrecogedora y ubicua contemplación del gigante nevado. Este texto, muy querido por mí y ya referido en otra ocasión, fue recordado por el profesor Enrique Cabero Morán, en contribución generosa a mi emocionada memoria, en su intervención oral en el ­acto académico que fue dedicado a mi obra científica en el Edificio Histórico de la Universidad de Salamanca, el día 20 de mayo de 2004, con motivo del vigésimo quinto aniversario de mi acceso a la condición de catedrático de universidad. Con mi gratitud infinita, también desde esta tribuna hermana, para con todos sus artífices, representados sólo de modo convencional en esta mención por los profesores Rafael Sastre Ibarreche, Wilfredo Sanguineti Raymond, Enrique Cabero Morán y María José Nevado Fernández, integrantes de la comisión salmantina del homenaje.
En efecto, el día 30 de septiembre de 1980, concluía mi estancia en la Universidad de La Laguna, después de un curso académico pleno, vivido además por quien esto dice con la ilusión y la intensidad propias de las ceremonias de iniciación, que es reemplazada así en virtud del oportuno traslado por la de Salamanca, a la espera de poder regresar a Madrid sin dilación excesiva. Y es que me había propuesto con firmeza que tan sólo el Madrid de mis amores o tal vez Salamanca por su imponente halo, también hoy por derecho propio dentro de este territorio de mi anatomía espiritual, me harían dejar la Universidad canaria. Y cesé en ésta sólo en el lenguaje formal de los escritos oficiales, porque, al igual que le ocurrió al admirado maestro, «todo lo que vivimos aquí no tuvo escapatoria, se quedó esperando siempre cualquier regreso, permaneció vivo soñando siempre con hacernos revivir».
De modo que, por decirlo con la alegoría mencionada, la dorada Plaza Mayor de la capital del Tormes [a punto de celebrar en este año 2005 sus dos siglos y medio] había sustituido en mi vida a la polimórfica presencia del Teide acaparador. Será por ello en la Universidad de Salamanca, a partir de entonces y en lo sucesivo, donde habrá de recalar mi actividad académica duradera, sin que esté ya en condiciones de saber si querré cumplir la recóndita promesa formulada a la ciudad de mi nacimiento, que todo lo ve y lo sabe, de volver algún día [no sé si con la frente marchita, aunque seguro que con las nieves del tiempo plateando mi sien todavía más] a una de sus hoy incontables Universidades públicas.
Quede reflejado aquí, como único tributo para el escenario urbano de mi niñez y adolescencia y por las compensaciones morales a que hubiese lugar, el emocionante colofón del libro con que mis amigos quisieron perpetuar el aniversario académico antes referido [fidelidad sin límites para el autor del hallazgo]: Finalizó la impresión de este libro en los talleres de Gráficas Varona, para gozo de los discípulos del profesor Manuel Carlos Palomeque López, poco antes de la Verbena de Las Vistillas, el día quince de mayo de dos mil cuatro, Festividad de San Isidro, Santo Patrón de Madrid, Villa en la que nació el maestro. En efecto, lo hice en el piso primero, letra A, del número tres de la plaza del poeta alicantino Gabriel Miró [conocida por todos como Plaza de las Vistillas], cuyos dos balcones exteriores se proyectan sobre los afamados y festivos jardines, provistos todavía hoy [por sabia y testimonial decisión de mis padres en la última rehabilitación de la fachada] de las persianas metálicas originales que soportaron la metralla franquista durante el asedio al Madrid republicano y heroico desde noviembre de 1936, y de cuyo episodio recordado por la memoria familiar y colectiva dan fe los impactos irregulares que su estructura recia y superviviente sigue mostrando a quien quiera conmoverse. ¡Ay, si mi madre, que se extinguía sólo horas antes de que lo hiciese con estrépito el año del cometa, hubiera podido leer aquel texto y oír ahora mi quebradizo parlamento!
Por todo lo dicho, también pude confesar en el prólogo al libro de Margarita Ramos, sin la menor sombra de incertidumbre y, desde luego, con el aval que otorga a la sinceridad de este tipo de reconocimientos personales una década de alejamiento, que mi estancia en la Universidad de La Laguna [querida Facultad de Derecho y querida calle lagunera de la Carrera] había constituido, en razón de su corta duración, una desproporcionada etapa de plenitud profesional que no ha dejado de ofrecer hasta el momento importantes frutos diferidos. Y me empeñé, también dentro del mismo escrito, en un acertado juicio sobre la joven y ya reconocida escuela canaria de Derecho del Trabajo, que se enriquecía en esa ocasión con una nueva y brillante aportación científica al estudio del ordenamiento laboral, asegurando lo que con palabras de Gabriel Celaya parecía oportuno denominar el principio sin fin.
Acerca de lo cual, este mismo texto contenía una referencia a la entonces inminente defensa de una tesis doctoral, realizada también bajo mi dirección, por parte de otra joven profesora canaria de la disciplina. Se trataba naturalmente de Gloria Rojas Rivero, que lo hacía en esta Universidad de La Laguna a primeros de noviembre de 1989, y cuyo libro subsiguiente [La libertad de expresión del trabajador] era asimismo prologado por mí dos años después, en el mes de julio y en la localidad salmantina y serrana de Sequeros, la misma en que el poeta León Felipe había pasado parte de su niñez junto a su padre farmacéutico y Jaime de Armiñán rodado en 1980 buena parte de las secuencias de su película El nido. Este libro no dejaba de significar, a mi juicio consignado en el citado prólogo, un importante paso adicional en la confirmación del ya espléndido quehacer científico canario en la disciplina que ellos y yo compartimos, por la sencilla razón de que la profesora Gloria Rojas, proseguía entonces, se encuentra instalada ya con méritos sobrados en las primeras etapas de una prometedora carrera científica y profesional con el ordenamiento jurídico laboral y su inteligencia como objetivos, como finalmente habría de ser.
Es precisamente en este prólogo donde inicio, de modo harto significativo, la elaboración de una categoría técnica que ha contado desde su ofrecimiento con el parabién generalizado de doctrina y jurisprudencia, trascendiendo también por fortuna el ámbito del ordenamiento español, para ser poco después objeto de propuesta conceptual para el debate jurídico en mi libro Los derechos laborales en la Constitución Española y ya, de modo definitivo, a partir de 1993, en las páginas de las sucesivas ediciones del Derecho del Trabajo que comparto con Manuel Álvarez de la Rosa. Se trataba, es cierto, de la noción relativa a los derechos laborales inespecíficos, que el ordenamiento constitucional atribuye con carácter general a los ciudadanos, pero que, de ser ejercidos por los trabajadores asalariados dentro del ámbito del contrato de trabajo se convierten en verdaderos derechos laborales por razón de los sujetos y de la naturaleza de la relación jurídica en que se hacen valer, en derechos laborales inespecíficos. Son, a fin de cuentas, utilizaba ya la terminología de que me iba servir en el inmediato futuro, derechos del ciudadano-trabajador, que ejerce como trabajador-ciudadano. 
Algún tiempo después iba a volver por escrito sobre las mismas ocupaciones del espíritu que me han tenido amarrado duraderamente a la Universidad de La Laguna, esta vez a propósito de Alberto Guanche Marrero, que sin darnos cuenta desapareció de entre nosotros con esmerada crueldad cuando tenía cincuenta años, hace ya cuatro, y mi prólogo salmantino a su libro publicado en 1993 [El derecho del trabajador a la ocupación efectiva] y derivado de su concurso académico a una plaza de profesor titular, que superó con creces y que tuve la fortuna de presidir en este Estudio. Habían transcurrido ya, por lo tanto, más de catorce años desde aquel mes de abril de 1979 en que nos conocimos, al tiempo de mi toma de posesión (mítica ya en mi frecuentado recuerdo) de la Agregación de Derecho del Trabajo de la Universidad de La Laguna, que habría de premiarme (como le gustaría decir a mi amigo Javier Infante) con una estancia canaria forjadora de una riquísima experiencia personal y académica, de la que Manuel Álvarez de la Rosa se habría de convertir, sin duda, en su exponente más entrañable, aunque no en el único.
Para entregarme en dicho pasaje, acto seguido, a la rememoración de su presencia dentro de la mía. El profesor Alberto Guanche, sobre quien descansaba de modo efectivo a mi llegada a la Universidad lagunera la organización docente del Derecho del Trabajo, había alcanzado ya en ese momento una probada madurez, cimentada a partir del ejercicio de su fina inteligencia, de sus lecturas constantes y de su ganado prestigio en las aulas. Sólo su dedicación principal en los años siguientes a tareas de responsabilidad política como Consejero de Trabajo del primer Gobierno socialista de Canarias (y, más tarde, de asesoramiento sindical y profesional) hizo temer, aun cuando en realidad en ningún momento llegase a abandonar la práctica docente, por la continuidad de su carrera universitaria. Por ello, la merecida incorporación de Alberto Guanche al escalafón del profesorado universitario de Derecho del Trabajo, de la que el presente libro no es sino su fecundo rito iniciático, debe ser recibida, y no sólo por la Universidad en que se formó y de la que nunca se apartó, con las galas reservadas para las señaladas ocasiones de regocijo del laboralismo español.
Cómo iba a suponer yo mismo, cuando incorporaba esta sentida impresión al escrito mencionado que apenas ocho años después habría de ser rescatada para la sesión académica celebrada en el aula Tomás y Valiente de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Laguna, el día 23 de noviembre de 2001, dolorosa y triste como pocas, para reiterar con publicidad el cariño y el respeto inmensos ofrecidos de modo permanente al amigo cercano fallecido tan sólo unas semanas antes. Alberto permanecerá así para el resto de la vida en nuestro recuerdo imborrable, dentro también del que yo conservo para las personas queridas.
Es éste, asimismo, momento gozoso de traer a esta emotiva colación a los profesores Manuel Alonso Olea y Luis Enrique de la Villa Gil, mis maestros queridos y admirados, cuya continuada presencia en las actividades académicas de la Universidad de La Laguna ha jalonado la mía propia desde el principio, para mantenerse de forma sucesiva en adelante, detenida para el primero sólo con su muerte acaecida en 2003. Porque, si aquí se distingue el mérito atribuido a mi trayectoria universitaria, bueno será que lo comparta en este momento y desde tribuna tan solemne con quienes han asegurado los orígenes de la mejor continuidad doctrinal.
Ya en enero de 1980, invité a Luis Enrique de la Villa, entonces Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, a una primera conferencia en La Laguna. Habló en aquella ocasión de la distribución de competencias laborales entre el Estado y la Comunidad Autónoma de Canarias. Y a esta estancia se refiere él mismo en ocasión particularmente emotiva para mí, con la palabra cálida y generosa de sus apreciaciones más sentidas y de por medio el inestimable símbolo de una fotografía preciada para los dos. Una sola fotografía quiero comentar ahora, la que se tomó por María del Carmen o por María Jesús, no lo recuerdo ya, en la casa de los Palomeque de La Laguna, mes de diciembre de 1979 [fue en realidad un mes después, pero eso no importa ya], tras su reciente triunfo universitario. Aprovechando un gran póster de Marx fijado en la pared, nos situamos a sus lados CP y yo, a la izquierda de la imagen él (de modo que en la fotografía se sitúa a la derecha) y a la derecha de la imagen yo (de modo que en la fotografía quedo a la izquierda). Pelo muy largo los tres y barba entrecana de Marx unida al generoso bigote algo más oscuro; dos recios y juveniles bigotazos nosotros también, en actitud plácida y afirmada, hacen de la fotografía un documento insólito e inolvidable porque el espíritu al cuerpo tras sí lleva, dicho que fuera por el conde de la Granja, don Luis Antonio de Oviedo y Herrera, estudiante de Salamanca, sonetista, capitán de coraceros en Flandes, corregidor, justicia mayor y teniente general en Potosí y en Chuquisaca en los siglos XVII y XVIII.
Y ambos maestros formaron parte, por primera vez juntos en la Universidad lagunera [lo que no dejaría de ser una circunstancia repetida en lo sucesivo] del tribunal que, presidido entonces por el profesor Eduardo García de Enterría, enjuiciaba el primer día de abril de 1982 la ya mencionada tesis doctoral de Manuel Alvarez de la Rosa y en el que también nos integramos Manuel Morón y yo mismo, ilusionado y primerizo director de la investigación de grado. En efecto, Alonso Olea y de la Villa han participado en esta Universidad, ambos o uno u otro, presidiéndolos o no según las reglas al uso, en un sinfín de actos académicos e impartido conferencias en seminarios y foros científicos múltiples. Junto a ellos, lo ha hecho también una mayoría de los catedráticos y profesores titulares de la disciplina, a los que quiero recordar en este momento singular, muchos de ellos aquí presentes, con la mención de María Emilia Casas Baamonde por todos, si se me permite esta personal y selectiva licencia.
A lo largo de todos estos años, los profesores de Derecho del Trabajo de ambas Universidades, de La Laguna y Salamanca, han corroborado con recíprocas y repetidas estancias de formación y para la participación en actos científicos y académicos de la otra institución la doble e indisociable vinculación universitaria de quien les habla. A fin de cuentas, por Salamanca y su Universidad han pasado en distintas y numerosas ocasiones, y con uno u otro cometido profesional, los profesores laguneros de la disciplina. Y a la Universidad de La Laguna han acudido también, por su parte, los profesores salmantinos, con José Luis Goñi Sein [hoy Catedrático de la Pública de Navarra] a la cabeza. Y, en suma, Juan Vivero Serrano, profesor de ambas Universidades de modo sucesivo, de La Laguna en la actualidad, simboliza también el itinerario de ida y vuelta de nuestro recorrido sentimental colectivo. Por ello, en el prólogo a su libro La huelga en los servicios esenciales, cuya versión adelantada había sido defendida por su autor como tesis doctoral en la Universidad de La Laguna, firmado conjuntamente por Álvarez de la Rosa y yo mismo, ambos teníamos ocasión de sellar de modo elocuente y por partida doble la colaboración personal y científica, entrañable y duradera, que exhiben los componentes de las escuelas (si se nos permite esta expresión) salmantina y canaria (lagunera) de Derecho del Trabajo, fruto del punto de vista uniforme y la amistad que los unen. O, por decirlo con el poeta de culto Claudio Rodríguez, lo de ahora no es presente o pasado, ni siquiera futuro: es el origen.     
Y llegados a este punto de la disertación, confiando además [a diferencia de lo que se ha llegado a decir del gran Héctor Berlioz y de sus apasionantes Memoria] en no haberme inventado un poco la vida a medida que la he vivido, ni siquiera en haberla reinventado conforme la he ido escribiendo en estas páginas, no sería razonable poner término a la misma sin preguntar a estas alturas del trayecto por el sentido último de nuestro propio viaje colectivo como profesores universitarios.

¿Qué ha sido de nuestras Universidades, de La Laguna y Salamanca entre ellas, después de los veinticinco años tenidos en cuenta? ¿Qué ha sido, a lo largo de tan dilatado período, de la Universidad española y de su misión transformadora, una vez asentada su función constitucional dentro de la sociedad democrática? Durante el cual, nuestra generación académica del desarrollo, cuyos miembros más veteranos no habíamos alcanzado aún la treintena al comienzo de la transición política, habría de ocupar la posición central y dominante del sistema social y político en su conjunto, a medida que se producían en el país los grandes cambios económicos de los años setenta y ochenta del siglo XX. De modo que, también la Universidad asistiría impávida al proceso de nuestra irresistible ascensión, para tenerse que conformar sin tardanza con presenciar el declive del compromiso que creíamos imperecedero, por más que hayamos podido contar con un reconocimiento académico ni siquiera imaginado en el momento temprano del esplendor en la hierba. Hoy, no pocos de sus partícipes más ilustres hace tiempo que arrojaron la toalla sobre un camino de perdición jamás sospechado.
La Universidad del tiempo presente es, sin comparación posible, la mejor de cuantas expresiones institucionales la han precedido. Aunque sometido de modo intermitente a fórmulas reguladoras que tienen más de experimento arbitrario o de ajuste de cuentas calculado que de sustentación racional y convenida para la alta actividad que desempeña, lo cierto es que el servicio público de enseñanza superior nunca ha dispuesto en nuestro país, como ahora, a las puertas además de la consecución del espacio común europeo en la materia, de medios instrumentales adecuados y de estructuras organizativas democráticas y participadas. Con ser ello así, no estoy seguro en cambio de que se esté discurriendo colectivamente por el camino que deba conducirnos, en ejecución consciente de la suprema función universitaria, a la ilustración plena del ser humano, con el propósito permanente de [siguen siendo de validez absoluta las palabras de Ortega] «enseñarle la plena cultura del tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco mundo presente donde tiene que encajarse su vida para ser auténtica». Antes al contrario, la formación de nuestros titulados universitarios, que seguramente han adquirido en sus estudios superiores los fundamentos técnicos imprescindibles para el ejercicio de las mil y una profesiones o cometidos que proporciona la actividad económica en ridícula competencia entre sí por el más moderno y práctico de los perfiles, no deja de evidenciar, sin embargo, cada vez de manera más preocupante, sus carencias infinitas para el ejercicio de la ciudadanía democrática.  
De modo que, la cuestión universitaria por antonomasia de nuestro tiempo no es otra, a mi juicio, que la sobrevenida antinomia entre las posibilidades reales del sistema educativo superior, dotado y pluralista, encaminado a la enseñanza y la investigación de las grandes disciplinas culturales, humanistas y científicas, por un lado, y, por otro, los magros resultados que arroja de modo sistemático sobre la formación completa de sus usuarios. Más allá, por descontado, de su pulso ordinario sobre la larga relación de historias que puebla las agendas y órdenes del día de los órganos de gobierno de nuestras Universidades. A veces, se tiene la impresión de los centros universitarios como grandes y lujosos salones, amueblados con los medios adecuados para exitosas funciones, cuyas butacas permanecieran vacías al tiempo de cada representación dispuesta.  
Pareciera, a fin de cuentas, como si el Estado social de derecho y la sociedad del bienestar fueran merecedores, a modo de castigo por sus excesos de abundancia, de una institución universitaria raquítica, sobre todo en la inculcación a sus jóvenes estudiantes de los valores humanísticos y culturales que necesita una convivencia madura y libre. Como quiera que fuese, tan inesperado problema no requerirá tan sólo de soluciones académicas, debiendo saber los reformadores universitarios que la acción terapéutica encaminada a la sabia ordenación de sus actividades conducirá como tantas veces a vía muerta, si los procesos sociales de signo contrario no corrigen su embrutecedora trayectoria a manos de una actuación pública consciente. Sólo la contemplación de las mellas sociales y su tratamiento adecuado hará resplandecer debidamente la dentadura universitaria.
Y por último, acerca del recién transcurrido año 2004, en que mis compañeros de disciplina de las Universidades de Salamanca, La Laguna, Pública de Navarra y Miguel Hernández [sólo ellos, con entrega y generosidad infinitas, se atribuyen para mi propia honra la condición de discípulos] han decidido el homenaje de mi persona y obra científica con motivo de mis veinticinco años en la cátedra universitaria, que culmina de manera esmerada con el galardón desmesurado y supremo que ahora recibo de mi querida Universidad de La Laguna, bien puedo tenerlo verdaderamente por mi año del cometa, si se repara en la telúrica y asombrosa proyección de su impacto extraordinario sobre mi deriva personal y académica.
Del mismo modo, por cierto, que Alexander Pushkin hablaba en su Eugenio Onegin del vino del cometa, para referirse a la cosecha de champán de 1811, en que la aparición en el cielo de un gran asteroide sería interpretada como presagio de la guerra patria sobrevenida al año siguiente, cuando Napoleón Bonaparte invadía Rusia, durante el verano de 1812, al frente de un ejército de seiscientos mil soldados. Aunque, en lo que a mí concierne y sin más paralelismo que el literario, lejos de la incertidumbre y el agobio que acompañan al augurio de cualquier estirpe, pero sí con la desbordante alegría con que se comparece en las situaciones que a uno le son regaladas con cariño y con los resortes del alma colmados hasta la saturación por la gratitud.
En este caso, además del ya rendido a otros destinatarios, quiero expresar mi agradecimiento a la Universidad de La Laguna y a sus diferentes órganos unipersonales y colegiados que ha intervenido en el procedimiento conducente a tan feliz resultado, a mi querido Manuel Álvarez de la Rosa por su amorosa y desmedida oración laudatoria y naturalmente, por todos, al excelentísimo Rector Magnífico de esta generosa Universidad, don Ángel Gutierrez Navarro. Puede estar seguro, señor Rector, que guardaré por siempre en mi memoria y en mi corazón, que tanto montan en la contabilidad de doble partida que debe llevarse para las transacciones del espíritu, este privilegio del doctorado por causa de honor que la Universidad que representa ha tenido a bien otorgarme, el primero por ende que esta institución académica haya concedido a lo largo de su historia reciente a jurista alguno y que se hace efectivo de modo harto simbólico para mí en la conmemoración de aquel Real Decreto de 11 de marzo de 1792, por el que Carlos IV ordenaba la creación de una Universidad Literaria en la ciudad de La Laguna.
Queda dicho esto en el día festivo de hoy, provisto yo en este acto solemne del traje académico que me fue regalado por mi padre, tras haber ganado la plaza de Profesor Agregado de Derecho del Trabajo de la Universidad de La Laguna, con la sola sustitución consciente [seguro que, de haberlo sabido, él lo aprobaría complacido] de una de sus pertenencias: la histórica medalla doctoral republicana que he portado aquí con emoción, perteneciente al catedrático y civilista don Esteban Madruga Jiménez, que lo fue de esta Universidad de La Laguna en 1929, además de Vicerrector de la de Salamanca en el Rectorado de don Miguel de Unamuno, su amigo y a quien sustituyó en el cargo durante quince años, prestada para esta ocasión excepcional por mi también amigo el profesor Joaquín Madruga Méndez.
[Discurso pronunciado en el acto de investidura como doctores "honoris causa" de los profesores Manuel Carlos Palomeque López y Luis Sáinz de Medrano y Arce, Universidad de La Laguna, 10 de marzo de 2005] 

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