jueves, 17 de febrero de 2011

Cuerpazo

Madrid, Chamartín, siete y treinta horas de un día que se será intenso. A la espera de un tren Talgo para Granada, por cuyas aguas Federico sólo veía remar los suspiros. Y, antes de iniciar la marcha madrugadora por el camino de hierro hacia el sur, un desayuno en uno de esos locales deudores de las viejas cantinas de las estaciones, en que sus componentes de acero y neón apenas consiguen borrar las huellas atávicas de los mismos viajeros de siempre. Un café con leche en taza grande, corto de café por más señas para quienes no conozcan los gustos habituales, un tortel (bollo de hojaldre en forma de rosca) relleno con escasez de cabello de ángel y, por añadidura, dos churros, que no porras.

De pronto, uno de los camareros de la barra que se comportaba como su principal, y tal vez por serlo, lanzó al primer recién llegado un sonoro ¡qué tal, cuerpazo!, que dejaba a los clientes literalmente con la boca abierta. Y, como quien era saludado de tan peculiar manera no respondía con justicia, ni mucho menos, a tan grata designación, pues ya de un vistazo quedaba claro que su descuidado talle y disposición personal no la merecían, entendí el exabrupto como una vivaz salida de tono propia de una relación coloquial entre ambos habituada a la chufla.

Pero, para mi sorpresa, el locuaz individuo recibía también acto seguido, con idéntica alusión exagerada a su forma física, a dos vigilantes de seguridad uniformados que accedían en ese instante al local, aunque ahora el superlativo corporal bien pudiera responder al descarado propósito de valorar la escala profesional o administrativa de aquéllos. Durante los minutos que permanecí en un observatorio tan inesperado como entretenido, es cierto que por razón del espectáculo más de los necesarios para la colación matinal, nuestro repetitivo personaje dispensaba la misma fórmula no menos de veinte veces a otros tantos visitantes, que la aceptaban no sé si de buen grado, pero desde luego sin muestra de sorpresa y, tampoco, de fastidio. Salí de ahí, en fin, comprendiendo que la envidiable salutación se había convertido en marca de la casa.

Manuel Carlos Palomeque
[Publicado en La Gaceta Regional de Salamanca, 25 de mayo de 2005]

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