miércoles, 16 de febrero de 2011

Bueu, Pontevedra


Este verano he vuelto a Bueu, la villa pescadora de la península del Morrazo enclavada en una ensenada oro y esmeralda de la vertiente sur de la ría de Pontevedra, adyacente por más señas al archipiélago de Ons y perteneciente ya para siempre a la memoria dulce y mitificada de mi niñez. Y lo he hecho por una sola vez, y puedo asegurar que sin ganas de repetirlo, después del tiempo inabarcable que separan mis aquellos nueve y diez años de edad del momento presente. Porque no creo que sea saludable para el espíritu remover a deshora los pliegues del recuerdo que el tiempo haya acomodado, es verdad que con su caprichoso y desleal procedimiento, en la geología emocional de cada uno.

Aquellos dos agostos sucesivos fui con mis padres a Bueu, en destino acaso recomendado por algún amigo o familiar (mi madre había nacido en el orensano Dacón) para instalarnos en la pensión de Gabriel Estévez del pueblo, en régimen de alojamiento y manutención y a cambio de cincuenta y cinco pesetas diarias por persona (creo que algo más el segundo año). No me resulta fácil olvidar la inevitable pareja de nécoras, que yo probaba por vez primera y con alguna repugnancia inicial, como entrada segura de un menú de tres platos y postre que se repetía en almuerzo y cena.

El viaje era ya en sí mismo una aventura desmedida, que tan sólo podía aliviar el ánimo infinito de los ilusionados viajeros. Pues tras el interminable expreso de Vigo, que tomábamos los tres al anochecer en la estación del Norte de Madrid y que recorría trabajosamente y a lo largo de la noche entera su trayecto hasta la ciudad gallega, en medio de los cánticos y jolgorios con que el personal se aprestaba en los pasillos del rocoso y humeante tren a descontar el cupón de una esporádica felicidad al alcance de su mano, había que subir en aquélla a primera hora de la mañana a un vapor que nos llevaba hasta Cangas a través de la ría y desde ahí, esta vez en un desvencijado autobús de baca a la intemperie y equipaje multicolor, completar horas después y a punto para la primera comida el tramo postrero del itinerario hasta Bueu. Esto no sucedía el verano del cuarenta y dos, sí dieciséis después, pero mi corta vida adquirió en ese pueblo y durante aquellas vacaciones el impulso iniciático que descubría el protagonista de la película de Robert Mulligan.

Hoy ya no existe en Bueu, y no sé desde cuándo se podría contabilizar esta pérdida, la pensión de Gabriel Estévez que nos acogió los dos veranos de aquella niñez. Ni un hotel o parador con que los deudos o herederos del esforzado cantinero hubiesen continuado hasta el enriquecimiento probable la huella de tan tierno negocio familiar. En la oficina de turismo del pueblo guardan sobre ello un silencio ignorante y la muchacha que atendió mi requerimiento informativo se esforzaba todo lo más en agradar la conversación a costa de advertir de que en ese tiempo ella ni siquiera había nacido. Bueno sería, y acaso su padre tampoco.

En Bueu faltan muchas cosas de entonces, aunque tal vez sería mejor decir que soy yo quien las ha perdido o que, a fuerza de recordarlas sin mesura ni proporción, se han desgastado tanto que han llegado a consumirse, sin que nadie pueda decidir ya si fueron verdaderas o no. Ahora, eso sí, la población está en el presente atiborrada de edificios de toda condición y altura, pugnando entre sí por exhibir un desaguisado mayor, en tanto que el bello paseo litoral de la memoria ha tenido finalmente que claudicar también ante la irradiante fealdad. Algunos de los carteles que lucen las inmobiliarias supervivientes de tanta saturación muestran los mismos apellidos de quienes fueron pescadores o conserveros, sin otro aditivo que una fórmula societaria de conveniencia, como si las gaviotas y cormoranes del tiempo pasado se hubiesen transfigurado para siempre y por designio de la fatalidad en las tejas y ladrillos de la sociedad opulenta.

En Bueu nos bañábamos casi todos los días en la desierta playa de Loureiro, a la que se llegaba a pie a través de un solitario camino que descendía desde la carretera y tras unos minutos de agradable recorrido, hoy lugar acompañado por útiles indicaciones sobre acceso rodado, duchas y restaurantes. Otros, con algo más de tiempo y también de ganas, con tal de poder regresar a la pensión en hora para el almuerzo, en la de Beluso, blanca y aconchada como ninguna, solo que a dos quilómetros del pueblo. Y los menos, en fin, en la maravillosa de Lapamán, un puro y desmedido arenal contemplado por arbolados infinitos a pocos metros del agua, para lo que había que echar el día y disponer de las apetitosas provisiones que Gabriel o su mujer preparaban al efecto, para mí con certeza una aventurada excursión que hoy se salva en automóvil de un solo acelerón.

En Bueu alquilé mi primera bicicleta. Yo no llegué a tener nunca una bicicleta propia a lo largo de mi niñez, pero sí había aprendido a montar en las de piñón fijo y ruedas de cubierta maciza de algunos amigos de Madrid que acostumbraban a lucirse con ellas en la Plaza de Oriente o los jardines de Sabatini. Tampoco las había alquilado hasta aquel verano, pues sólo lo había hecho antes con tebeos y novelas del oeste, Marcial Lafuente Estefanía entre ellas, en los numerosos establecimientos dedicados a este menester en mi barrio de La Latina y siempre con el disgusto de mi padre, que dudaba con razón de la higiene de aquellas renegridas páginas tras la pegajosa y desconocida pulsión de cientos de huellas antecesoras y a quien siempre ponía injustamente ante el hecho consumado al llegar a casa cabizbajo con el discutido ejemplar. Las bicicletas fueron también para mí las tardes de aquellos dos veranos la primera revelación apenas consciente de la libertad en ciernes, o tal vez de su apariencia insolente, pues los destinos del paseo estuvieron siempre tasados y los horarios de disfrute igualmente bajo control.

En Bueu hice nuevos amigos, del pueblo y también una veraneante madrileña de mi edad, guapa, con nombre de flor y de padre falangista, que como cabía esperar no resultaron duraderos a pesar de las promesas dulces y vaporosas de la despedida. Y en Bueu, al final, abrí de par en par mis sentidos a la vida o acaso fuera mejor decir que ésta los tomó al asalto, del modo como le gusta proceder, sin advertencia ni contemplación.

Conservo una sola fotografía de aquel esplendor, ahora enmarcada en plata y receptora ocasional en su discreto emplazamiento de mi nostálgica mirada. Comparecemos en ella mis padres y yo en blanco y negro en la playa de Loureiro, en un primer plano que aguanta con dignidad la lozanía del instante y muestra la sonrisa complaciente de unos personajes que se creían felices y que tal vez lo fueran. Yo tengo diez años y estoy en medio de los dos, jóvenes y desenfadados, los tres con las cabezas juntas en prueba de orgullosa pertenencia, mi padre con un atractivo bigote como Errol Flynn, mi madre con un traje de baño que era de color verde, aunque no se pueda saber, y que ella misma se había hecho durante el invierno con patrones disponibles. Y todos nosotros, ay, sin llegar a sospechar siquiera que yo pudiera contarlo en ocasión tan lejana.

Manuel Carlos Palomeque

[Publicado en La Gaceta Regional de Salamanca, 23 de agosto, 6 de septiembre y 20 de septiembre de 2008]

1 comentario:

  1. Acabo de leer su artículo, soy de Bueu, y sí existe el hostal de Gabriel, hoy es el hotel Miramar.
    Tenemos una página en Facebook: "Memoria de Bueu", en ella publicamos recuerdos y fotos entre ellas hay una foto de Gabriel y su esposa...Está publicado un enlace con su blog
    y este atículo. Me parece muy bueno.
    Un saludo

    ResponderEliminar