(AA.VV., L. E. de la Villa Gil director, Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, Iustel, Portal Derecho, Madrid, 2011, 1.446 pp.)
El desarrollo de la Constitución en materia de relaciones de trabajo comenzaba, como es sabido, por el cumplimiento del mandato contenido en su artículo 35.2: «la ley regulará un estatuto de los trabajadores». Habría de ser, así pues, la Ley 8/1980, de 10 de marzo, del Estatuto de los Trabajadores, la primera norma legislativa postconstitucional de contenido laboral, portadora del propósito de renovar en el plano de la legalidad ordinaria el modelo de relaciones de trabajo heredado del régimen franquista, al propio tiempo que, condicionada, también entonces, por la grave situación de crisis económica en que nacía y a la que pretendía hacer frente, expresiva de una regulación flexible de las modalidades de contratación laboral. Se ha dicho así, con acierto, que el Estatuto de los Trabajadores recibe el nombre del cambio político, en tanto que su propia sustancia y cuerpo de la crisis económica.
La aceptación por el legislador constituyente de la expresión estatuto de los trabajadores, decididamente ajena a la tradición jurídica laboral española, ya que no así a los ámbitos propios del Derecho Administrativo, respondía sin embargo a un contexto preciso. A pesar, por cierto, de que la Constitución Española emplease el término estatuto en varias ocasiones, como sinónimo siempre de norma reguladora de una actividad profesional en sentido amplio, ya sea para, además de los trabajadores, el personal de las Cortes Generales, los funcionarios públicos, las fuerzas y cuerpos de seguridad o el personal al servicio de la administración de justicia (arts. 35.2, 72.1, 103.3, 104.2 y 122.1).
Por lo que aquí interesa, resultó decisiva la influencia mediata de la promulgación en Italia de la Ley de 30 de mayo de 1970 [por la que se establecían “normas sobre la tutela de la libertad y dignidad de los trabajadores, de la libertad sindical y de la actividad sindical en los lugares de trabajo, y normas sobre colocación”], conocida habitualmente como statuto dei lavoratori y presentada con razón como una de las disposiciones legales más influyentes en la historia comparada del Derecho del Trabajo. Suponía realmente la consagración legislativa general por vez primera de dos nociones trascendentales en la historia moderna de las instituciones jurídico-laborales: la tutela de la libertad y de la dignidad de los trabajadores dentro de los centros de trabajo y la presencia institucionalizada del sindicato en la empresa a través de órganos específicos.
Y la irradiación de la influencia extraordinaria del “estatuto italiano” llegaba a España en plena Transición política, cuando se estaban discutiendo los elementos configuradores del nuevo marco democrático de relaciones laborales superador del existente durante el franquismo. Y no antes, a salvo de las referencias puramente académicas, al haber estado centrada la preocupación de las fuerzas políticas en las incógnitas que planteaba la sustitución de la dictadura.
De este modo, los sindicatos españoles asumían la propuesta de un código de derechos de los trabajadores, como expresión de ruptura con el modelo autoritario anterior [así el I Congreso Confederal de CCOO, Madrid, junio 1978, y su reivindicación de la «promulgación de un código de derechos de los trabajadores que garantice que la democracia penetre en la empresa y en las relaciones laborales»]. Finalmente, el Gobierno y las fuerzas políticas con representación parlamentaria que suscriben los criterios previos a los Acuerdos de la Moncloa (octubre 1977) aceptarán dicha propuesta, por entender que la superación de la crisis económica que afectaba al país se vería facilitada al introducirse en el sistema económico una serie de modificaciones de fondo, referentes, entre otros ámbitos, a la «transformación del marco actual de relaciones laborales por medio del desarrollo de la acción sindical y de un código de derechos y obligaciones de los trabajadores en la empresa». Este compromiso no iba a recogerse, sin embargo, en el texto propio de los acuerdos económicos, para quedar diluido en el proceso de elaboración del proyecto constitucional y renacer, ya en la letra del artículo 35.2 CE, de la mano de la fórmula definitiva de un «estatuto de los trabajadores».
La expresión no dejaba de ser, a pesar de todo, una formulación constitucional notablemente ambigua, susceptible en principio de amparar un contenido harto plural. Se trataba verdaderamente, a partir de la letra del artículo 35.2 de la Constitución, de una categoría “rellenable” a voluntad del legislador ordinario, en función de la particular óptica de política legislativa esgrimida para la ocasión. Y no pasaba desapercibido, en prueba de la indeterminación del término, que, en tanto que el común de los preceptos constitucionales lo acotaban con un artículo determinado [la ley regulará el estatuto, o fórmula similar], el 35.2 encomendaba en cambio al legislador la regulación de un estatuto de los trabajadores.
Ello no hacía, verdaderamente, sino trasladar el problema del “estatuto” a la operación de dotarlo de un contenido normativo apropiado, sobre cuya solución llegaron a barajarse diferentes propuestas dentro del debate jurídico laboral del momento. Sin embargo, el Estatuto de los Trabajadores resultante de la Ley 8/1980, de 10 de marzo, se apartaba de modo consciente de estas posibilidades. Lejos de ser una norma dirigida a promover y garantizar los derechos propios de la posición jurídica [individual y colectiva] de los trabajadores asalariados, el Estatuto descansaba finalmente sobre un triple contenido libremente decidido por el Gobierno en el correspondiente proyecto legislativo y no desvirtuado por las Cortes Generales [si se exceptúa la supresión de un título relativo a los conflictos de trabajo, con el fin de propiciar la aceptación general del proyecto gubernamental por parte de la oposición socialista] durante la tramitación parlamentaria del mismo: 1) la regulación sistemática del contrato de trabajo [título I, «de la relación individual de trabajo»], básicamente a través de la refundición de las normas con rango de ley vigentes en la materia [Leyes de contrato de trabajo de 1944, de relaciones laborales de 1976 y RD-L de relaciones de trabajo de 1977], introduciendo con todo modificaciones de detalle varias; 2) la regulación de la representación unitaria de los trabajadores en la empresa [título II, «de los derechos de representación colectiva y de reunión de los trabajadores en la empresa»], ya anticipada durante la transición democrática por el RD 3149/1977, de 6 de diciembre, sobre elección de representantes de los trabajadores en el seno de las empresas; y 3) la regulación de los convenios colectivos [título III, «de la negociación y de los convenios colectivos»], que rompe de modo decidido con el modelo limitado de negociación resultante de la Ley 18/1973, de 19 de diciembre, de convenios colectivos sindicales de trabajo, al reconocer sin ambages el papel creador de la autonomía colectiva.
Se había conseguido, de este modo, un “estatuto de los trabajadores” calificable como tal tan sólo desde un punto de vista formal. Se había cumplido, es cierto, el mandato nominal del artículo 35.2 CE, promulgándose una disposición legislativa que incorporaba la mención constitucional, aunque su contenido normativo se apartase finalmente de las expectativas reales abiertas por la misma. En cualquier caso, los treinta y un años transcurridos de aplicación continuada de esta Ley han acabado por convalidar en la práctica las razones que en su momento justificaron una decisión legislativa como la adoptada. Otra cosa es, por cierto, la crítica política dirigida hoy a su contenido normativo desde posiciones flexibilizadoras, que no dejan de denunciar el anclaje de la disposición en un modelo de producción sometido en el presente a una transformación profunda.
El Estatuto de los Trabajadores sería objeto, durante los años inmediatos a su promulgación, de numerosas y en ocasiones profundas modificaciones legislativas [a lo largo de los catorce años comprendidos entre la entrada en vigor de la Ley y la gran reforma del ordenamiento laboral de 1994, el Estatuto había sido modificado nada menos que en ocho ocasiones]. Hasta tal punto, que la disposición final sexta de la Ley 11/1994, de 19 de mayo, por la que se modificaban una vez más [y esta vez de modo trascendental] numerosos artículos del mismo, autorizaba al Gobierno para que, en el plazo de seis meses desde su entrada en vigor [hasta el día 12 de diciembre de 1994, por lo tanto], elaborase un texto refundido de la Ley 8/1980, del Estatuto de los Trabajadores, incorporando, además de las modificaciones producidas por aquélla, las llevadas a cabo por las disposiciones legales que citaba nominativamente, así como los cambios derivados de otras leyes igualmente relacionadas.
Por lo demás, y sin que se hubiese cumplido dicho mandato dentro del plazo previsto, la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de “acompañamiento” a la de Presupuestos Generales del Estado para 1995, llevaba a cabo nuevas modificaciones del Estatuto de los Trabajadores, como había hecho asimismo la Ley 10/1994, de 19 de mayo, sobre medidas urgentes de fomento de la ocupación, llamada a integrarse también en el texto refundido pendiente. Por eso, aquélla autorizaba de nuevo al Gobierno para la elaboración, en el plazo de tres meses desde su entrada en vigor [esto es, antes del día 1 de abril de 1995], de un texto refundido de la Ley 8/1980 del Estatuto de los Trabjadores, «incorporando, además de las modificaciones introducidas por la presente Ley, las efectuadas por las [disposiciones legales que cita]», así como, «dándoles la ubicación que les corresponda», los cambios derivados de otras disposiciones que asimismo menciona, debiendo proceder, por último, a «las actualizaciones que resulten procedentes como consecuencia de los cambios producidos en la organización de la Administración General del Estado desde la promulgación de la Ley 8/1980, de 10 de marzo» (disp. final 7ª). Todavía más, la disposición final de la Ley 4/1995, de 23 de marzo, de regulación del permiso parental y por maternidad, ordenaba incluir en el correspondiente texto refundido las modificaciones producidas en el Estatuto de los Trabajadores por ella misma.
Y así, dentro ya del plazo renovado, el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, aprobaba el Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, que se insertaba como anexo a continuación y entraba en vigor el día 1 de mayo de 1995. El nuevo cuerpo normativo ampliaba su contenido, como consecuencia de los singulares términos del mandato legal de refundición y la consiguiente incorporación de materias que se encontraban dispersas en diferentes disposiciones legales [y no sólo de modificaciones propiamente dichas del Estatuto], y pasaba a disponer de cuatro títulos [frente a los tres originarios], relativos, respectivamente, a la relación individual de trabajo (arts. 1 a 60), los derechos de representación colectiva y de reunión de los trabajadores en la empresa (arts. 61 a 81), la negociación y los convenios colectivos (arts. 82 a 92) y, novedosamente, las infracciones laborales (arts. 93 a 97).
Sin embargo, este último título, que incorporaba las normas sobre la materia procedentes de la Ley de Infracciones y Sanciones en el Orden Social, era derogado de modo expreso e íntegro, en un viaje de ida y vuelta cantado, por el Texto Refundido de ésta, que rescataba así en el año 2000 [a través de ésta y de otras operaciones derogatorias semejantes] su originaria vocación general dentro del ámbito administrativo sancionador en el orden social (STC 195/1996) y, a fin de cuentas, devolvía a la Ley del Estatuto de los Trabajadores la estructura normativa y el contenido institucional [triple en ambos casos, como se sabe] con que había nacido.
Con todo, el vigente Texto Refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, objeto de los Comentarios de que aquí se da cuenta, no ha dejado de ser objeto, por su parte, de modificaciones de diverso alcance por normas legales posteriores, que auguran seguramente una nueva refundición en el futuro. La última de las cuales, por el momento, no es otra que la importante Ley 35/2010, de 17 de septiembre, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo [la “versión 2010 de la reforma laboral permanente”, como he titulado en otra ocasión], asimismo incorporada a nuestra obra.
Sea como fuere, lo cierto es que la Ley del Estatuto de los Trabajadores comparece ante el observador desde luego, como recuerda Luis Enrique de la Villa en el prólogo de la obra, como «la norma jurídico laboral más importante del ordenamiento español». Y, como tal, no puede sorprender naturalmente que haya sido objeto a lo largo de sus muchos años de vigencia de un sinfín de ediciones comentadas con uno u otro propósito y alcance efectivo. Ahí está por todas ellas, ciertamente, y sin que me permita ahora ninguna otra referencia, la que el maestro Manuel Alonso Olea dirigía con ocasión del vigésimo cumpleaños de la disposición legal [El Estatuto de los Trabajadores. Veinte años después, 2000], que veía la luz como número 100, especial monográfico en dos volúmenes, de la Revista Española de Derecho del Trabajo que aquél dirigía y, asimismo, en publicación independiente por parte de la Editorial Civitas de Madrid.
Ahora, cuando se cumplen treinta y un años desde la entrada en vigor de la norma, se publica el ambicioso y colosal comentario del Estatuto de los Trabajadores que Luis Enrique de la Villa Gil ha dirigido para Iustel. La labor de recopilación y comentario de disposiciones normativas laborales, sindicales y de seguridad social no había sido ajena verdaderamente a su producción científica. Antes al contrario, alrededor de una veintena de publicaciones habían recogido hasta la fecha el provechoso y cuidado balance general de este quehacer, practicado en su mayoría en equipo y bajo su dirección y de las que dan cuenta y pormenor las densas relaciones bibliográficas del autor. En esta ocasión, los Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, bajo la dirección de Luis Enrique de la Villa, reúnen la esforzada contribución de dieciocho autores, entre los que se cuenta de modo principal el propio maestro, que se distribuyen el análisis del articulado de la Ley. Son los afortunados comentaristas, por el mismo orden alfabético con que aparecen en la portada de la obra y con su director al final, J. I. García Ninet, I. García-Perrote Escartín, A, Garrigues Giménez, E. Juanes Fraga, D. Lantarón Barquín, M. A. Limón Luque, Lourdes López Cumbre, J. R. Mercader Uguina, M. Nogueira Guatavino, A. de la Puebla Pinilla, Mª. G. Quintero Lima, B. Suárez Corujo, G. Tudela Cambronero, Y. Vadeolivas García, D. de la Villa de la Serna, G. de la Villa de la Serna, L. E. de la Villa de la Serna y L. E. de la Villa Gil.
La obra exhibe una coherencia y homogeneidad que la distingue con fuerza de otras experiencias del género. Por lo pronto, por la consistencia científica de su autoría, en la medida en que, a pesar de la pluralidad extendida de coautores, todos ellos participan sin excepción de un tronco doctrinal y formativo originario [«discípulos directos o discípulos directos de mis discípulos directos», «el sueño de un sueño», advertirá el maestro con legítimo orgullo en el mencionado prólogo]. Pero es que, además, destaca aquélla sobremanera por la portentosa y uniforme disciplina, marca de la casa desde luego, del método con que se acomete cada comentario de cada precepto de la Ley. «Tratar todos los preceptos con el mismo método –advierte el profesor de la Villa de seguido-, sean claros u oscuros, sustantivos o instrumentales, largos o cortos, muy estudiados por los colegas o apenas arañados por la literatura existente», puesto que, proseguirá a continuación sin merma de razón, «hay que reconocer que hacerlo de ese modo debe ser difícil pues no viene siendo la regla en este particular capítulo de la producción científica, que hace muchas veces de los libros de glosa legal una colección de comentarios tan dispares cuantos sean los autores de los mismos».
Cada comentario de los noventa y siete artículos [existen dos artículos bis] y de las treinta y siete disposiciones [dieciocho adicionales, trece transitorias, una derogatoria y cinco finales] de que consta el Estatuto de los Trabajadores, que no dejan de ser en realidad sino otros tantos ensayos sobre la materia o materias suscitadas por cada precepto [la autoría de los comentarios figura por cierto en una relación general previa], se compone estructuralmente de un quíntuple contenido.
El texto aborda, en primer lugar, los antecedentes del precepto objeto del comentario, «para [explica Luis Enrique de la Villa de nuevo en el prólogo de la obra, a quien se debe cuanto se entrecomilla a continuación] saber de dónde vienen [las normas], antes de decidir a dónde van». En segundo, las concordancias «siquiera más relevantes con otros preceptos del mismo y de distintos cuerpos normativos». En tercero, la jurisprudencia social, doctrina judicial y doctrina constitucional que «los supuestos de hecho contemplados por el legislador hayan merecido a lo largo del tiempo». En cuarto, los esfuerzos doctrinales precedentes, «sin cuyo conocimiento la lectura del comentario queda inevitablemente coja». Y, en quinto y último, la aportación personal de quien «se compromete a decir algo que ni se desprende con sencillez del mero acercamiento a la dicción legal ni, en la medida de lo posible, ha sido dicho con anterioridad».
Sólo queda, en fin, que el lector de estas líneas, interesado por hipótesis en el ordenamiento jurídico laboral, se adentre sin demora en el conocimiento de una obra a todas luces imprescindible.
Manuel Carlos Palomeque