sábado, 5 de marzo de 2011

Luis Enrique de la Villa dirige un ambicioso y colosal comentario legislativo

(AA.VV., L. E. de la Villa Gil director, Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, Iustel, Portal Derecho, Madrid, 2011, 1.446 pp.)

      El desarrollo de la Constitución en materia de relaciones de tra­­­­ba­­jo comenzaba, como es sabido, por el cumplimiento del mandato con­­te­­­ni­­­do en su artículo 35.2: «la ley regulará un estatuto de los trabajadores». Habría de ser, así pues, la Ley 8/1980, de 10 de marzo, del Estatuto de los Trabajadores, la pri­­­­­­­­­­mera norma legislativa postconstitucional de contenido laboral, por­­ta­­do­­ra del propósito de renovar en el plano de la le­­ga­­li­­dad or­­di­­na­­ria el modelo de relaciones de trabajo heredado del régimen franquista, al propio tiem­­­­­­­­­­po que, condicionada, también entonces, por la grave situación de crisis eco­­nó­­mi­­ca en que nacía y a la que pretendía hacer frente, expresiva de una regulación flexible de las modalidades de contratación laboral. Se ha dicho así, con acierto, que el Es­­tatuto de los Trabajadores recibe el nombre del cambio político, en tanto que su pro­­­­­­­­­pia sustancia y cuerpo de la crisis económica.
La aceptación por el legislador constituyente de la expresión estatuto de los trabajadores, decididamente ajena a la tradición jurídica laboral es­­pa­­­­ñola, ya que no así a los ámbitos propios del Derecho Administrativo, res­­­­­­­­­pondía sin embargo a un contexto preciso. A pesar, por cierto, de que la Constitución Española emplease el término estatuto en varias ocasiones, como sinónimo siempre de norma re­­gu­­­­­­­­ladora de una actividad profesional en sentido amplio, ya sea para, ade­­más de los trabajadores, el personal de las Cortes Generales, los fun­­cio­­na­­rios públicos, las fuerzas y cuerpos de seguridad o el personal al servicio de la administración de justicia (arts. 35.2, 72.1, 103.3, 104.2 y 122.1).
Por lo que aquí interesa, resultó decisiva la influencia me­­dia­­ta de la promulgación en Italia de la Ley de 30 de mayo de 1970 [por la que se establecían “normas sobre la tutela de la libertad y dig­­ni­­dad de los trabajadores, de la libertad sindical y de la actividad sindical en los lugares de trabajo, y normas sobre co­­lo­­ca­­ción”], conocida ha­­bitual­­men­­te como statuto dei lavoratori y presentada con razón como una de las dis­­posiciones legales más in­­flu­­yen­­­­­­­tes en la historia com­­pa­­ra­­da del Derecho del Trabajo. Suponía rea­­l­­men­­­­­te la consagración legis­­la­­ti­­va general por vez primera de dos nociones tras­­cen­­den­­­­ta­­les en la historia moder­­na de las instituciones jurídico-laborales: la tu­­te­­­la de la libertad y de la dig­­ni­­­­dad de los trabajadores dentro de los centros de tra­­bajo y la presencia insti­­tu­­cio­­na­­li­­­­za­­­­da del sindicato en la em­­presa a través de órganos específicos.
Y la irradiación de la influencia extraordinaria del “estatuto italiano” llegaba a Es­­pa­­­­­­­­ña en plena Transición política, cuando se estaban discutiendo los ele­­men­­tos configuradores del nuevo mar­­co democrático de relaciones laborales su­­­­­­­­perador del existente durante el fran­­quismo. Y no antes, a sal­­vo de las referencias puramente aca­­­­démicas, al haber estado centrada la pre­­o­­cu­­­­­­­­­­­pación de las fuerzas polí­­ti­­cas en las incógnitas que plan­­­­­­teaba la sustitución de la dic­­tadura.
De este modo, los sindicatos es­­pa­­ño­­­­­­­­les asumían la propuesta de un código de derechos de los trabajadores, co­­­­­­mo expresión de ruptura con el modelo autoritario anterior [así el I Congreso Con­­federal de CCOO, Madrid, junio 1978, y su reivindicación de la «pro­­­mulgación de un código de de­­re­­chos de los trabajadores que garantice que la democracia penetre en la em­­pr­­­e­­­­­sa y en las relaciones laborales»]. Fi­­nal­­mente, el Gobierno y las fuerzas po­­­­líticas con representación par­­la­­­men­­ta­­­ria que suscriben los criterios pre­­vios a los Acuerdos de la Moncloa (oc­­tubre 1977) aceptarán dicha pro­­pues­­­­ta, por entender que la superación de la crisis económica que afectaba al país se vería facilitada al introducirse en el sistema económico una serie de modificaciones de fondo, referentes, en­­tre otros ámbitos, a la «trans­­­for­­ma­­ción del marco actual de relaciones labo­­ra­­les por medio del desarrollo de la acción sindical y de un código de de­­re­­chos y obligaciones de los tra­­ba­­ja­­do­­­­res en la empresa». Este compromiso no iba a recogerse, sin embargo, en el texto propio de los acuerdos eco­­nó­­mi­­cos, para quedar diluido en el pro­­­­­­­­ceso de elaboración del pro­­yec­­to constitucional y renacer, ya en la letra del artículo 35.2 CE, de la ma­­no de la fórmula definitiva de un «es­­ta­­­tu­­­­to de los trabajadores».
La expresión no dejaba de ser, a pesar de todo, una formulación constitucional nota­­ble­­men­­­­­­­te ambigua, susceptible en principio de amparar un contenido harto plural. Se trataba ver­­da­­de­­ramente, a partir de la letra del artículo 35.2 de la Constitución, de una ca­­tegoría “rel­­le­­nable” a voluntad del legislador ordinario, en función de la particular óptica de política legislativa esgrimida para la ocasión. Y no pasaba desa­­per­­ci­­bi­­do, en prueba de la indeterminación del término, que, en tanto que el común de los preceptos constitucionales lo acotaban con un artículo determinado [la ley regulará el estatuto, o fórmula si­­mi­­lar], el 35.2 encomendaba en cambio al legislador la re­­gu­­la­­ción de un estatuto de los tra­­­­­bajadores.
Ello no hacía, verdaderamente, sino trasladar el problema del “estatuto” a la operación de dotarlo de un contenido normativo apropiado, sobre cuya solución llegaron a barajarse diferentes propuestas dentro del debate jurídico laboral del momento. Sin embargo, el Estatuto de los Trabajadores resultante de la Ley 8/1980, de 10 de marzo, se apar­­­­taba de modo consciente de estas posibilidades. Le­­­­­jos de ser una norma di­­ri­­­­­gida a promover y garantizar los derechos propios de la posición ju­­rí­­­­dica [individual y colectiva] de los trabajadores asa­­lariados, el Estatuto des­­can­­­­saba finalmente sobre un triple contenido libremente de­­cidido por el Go­­bier­­­­­no en el correspondiente proyecto legislativo y no des­­virtuado por las Cor­­­­tes Generales [si se exceptúa la supresión de un tí­­tu­­lo relativo a los con­­flictos de trabajo, con el fin de propiciar la aceptación ge­­neral del pro­­yec­­to gubernamental por parte de la oposición socialista] du­­rante la tra­­mi­­ta­­­ción parlamentaria del mismo: 1) la regulación sis­­te­­má­­ti­­ca del contrato de trabajo [título I, «de la relación individual de trabajo»], bá­­­­si­­­camente a través de la refundición de las normas con rango de ley vi­­gen­­­­­tes en la materia [Leyes de contrato de trabajo de 1944, de re­­la­­cio­­nes la­­­­bo­­rales de 1976 y RD-L de relaciones de trabajo de 1977], in­­tro­­du­­­cien­­­­do con todo modificaciones de detalle varias; 2) la regulación de la re­­­­­­pres­­­en­­­ta­­­­ción unitaria de los trabajadores en la empresa [título II, «de los de­­­­re­­­chos de representación colectiva y de reunión de los trabajadores en la em­­­­pre­­sa»], ya anticipada durante la transición democrática por el RD 3149/1977, de 6 de diciembre, sobre elección de representantes de los tra­­ba­­­­­­ja­­do­­res en el seno de las empresas; y 3) la regulación de los con­­ve­­nios co­­­­lect­­i­­vos [título III, «de la negociación y de los convenios co­­lec­­ti­­vos»], que rompe de modo decidido con el mo­­de­­­­­lo limitado de negociación resultante de la Ley 18/­­1973, de 19 de diciembre, de convenios colectivos sindicales de trabajo, al re­­conocer sin am­­ba­­ges el pa­­pel creador de la autonomía co­­lec­­tiva.
Se había conseguido, de este modo, un “estatuto de los trabajadores” calificable como tal tan sólo desde un punto de vista formal. Se había cumplido, es cierto, el mandato nominal del artículo 35.2 CE, promulgándose una disposición legislativa que incorporaba la mención constitucional, aunque su contenido normativo se apartase finalmente de las expectativas reales abiertas por la misma. En cualquier caso, los treinta y un años transcurridos de aplicación continuada de esta Ley han aca­­­­­­ba­­­­do por convalidar en la práctica las razones que en su momento justificaron una decisión legislativa como la adoptada. Otra cosa es, por cierto, la crítica política dirigida hoy a su contenido normativo desde posiciones flexibilizadoras, que no dejan de denunciar el anclaje de la disposición en un modelo de producción sometido en el presente a una transformación profunda.
El Estatuto de los Trabajadores sería objeto, du­­ran­­te los años inmediatos a su promulgación, de numerosas y en oca­­­­sio­­nes pro­­fun­­­das modificaciones legislativas [a lo largo de los catorce años com­­pren­­di­­dos entre la entrada en vigor de la Ley y la gran re­­for­­ma del or­­de­­na­­mien­­­­­­­­to laboral de 1994, el Estatuto ha­­bía sido modificado nada me­­­­­­nos que en ocho ocasiones]. Hasta tal punto, que la disposición final sexta de la Ley 11/1994, de 19 de mayo, por la que se mo­­di­­fi­­caban una vez más [y esta vez de modo tras­­cen­­­dental] numerosos ar­­­tí­­­cu­­los del mismo, autorizaba al Gobierno pa­­­­ra que, en el plazo de seis meses des­­de su entrada en vigor [hasta el día 12 de di­­­­ciem­­­­bre de 1994, por lo tan­­­­­to], elaborase un texto refundido de la Ley 8/1980, del Estatuto de los Tra­­ba­­­­­­­­ja­­dores, incorporando, ade­­más de las mo­­­­di­­­­­­­­fi­­­caciones producidas por aquélla, las llevadas a cabo por las dis­­po­­si­­cio­­nes le­­­­­­­­­­­gales que citaba nomi­­na­­ti­­va­­men­­te, así co­­mo los cambios derivados de otras le­­yes igualmente relacionadas.
Por lo demás, y sin que se hubiese cumplido dicho mandato dentro del pla­­zo previsto, la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de “acompañamiento” a la de Presupuestos Generales del Estado para 1995, llevaba a cabo nuevas modificaciones del Estatuto de los Trabajadores, como había hecho asimismo la Ley 10/1994, de 19 de mayo, sobre medidas urgentes de fomento de la ocupación, llamada a integrarse también en el texto refundido pendiente. Por eso, aquélla au­­to­­ri­­­zaba de nuevo al Gobierno pa­­­­­ra la elaboración, en el plazo de tres me­­ses des­­de su entrada en vigor [es­­to es, an­­tes del día 1 de abril de 1995], de un tex­­­to refundido de la Ley 8/1980 del Estatuto de los Trabjadores, «incorporando, además de las mo­­­­di­­­ficaciones introducidas por la pre­­­­sen­­te Ley, las efectuadas por las [dis­­­­posiciones legales que cita]», así co­­mo, «dán­­­doles la ubicación que les cor­­­­res­­­­­ponda», los cambios de­­ri­­­va­­­dos de otras dis­­­posiciones que asimismo men­­­­­­­ciona, debiendo proceder, por úl­­­­ti­­­mo, a «las actualizaciones que re­­sul­­ten procedentes como consecuencia de los cambios producidos en la or­­ga­­ni­­­­­­­zación de la Administración General del Estado desde la promulgación de la Ley 8/1980, de 10 de marzo» (disp. fi­­nal 7ª). Todavía más, la disposición fi­­­­nal de la Ley 4/1995, de 23 de marzo, de re­­gulación del permiso parental y por maternidad, ordenaba incluir en el correspondiente texto refundido las mo­­­­­­dificaciones producidas en el Estatuto de los Trabajadores por ella mis­­­­­­­­ma.
Y así, dentro ya del plazo renovado, el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, aprobaba el Texto Refundido de la Ley del Es­­ta­­­tu­­­­­to de los Tra­­ba­­­­ja­­dores, que se insertaba como anexo a continuación y en­­­­­traba en vi­­gor el día 1 de mayo de 1995. El nuevo cuerpo normativo ampliaba su contenido, como consecuencia de los singulares tér­­­­­­­­minos del mandato legal de refundición y la consiguiente incorporación de ma­­te­­rias que se encontraban dispersas en diferentes disposiciones le­­ga­­les [y no só­­lo de modificaciones propiamente dichas del Estatuto], y pasaba a disponer de cuatro títulos [fren­­te a los tres originarios], re­­la­­­ti­­­vos, respectivamente, a la relación in­­di­­­vidual de trabajo (arts. 1 a 60), los derechos de re­­pre­­sen­­­­­­­­ta­­c­­ión co­­lec­­ti­­va y de reunión de los trabajadores en la empresa (arts. 61 a 81), la ne­­go­­­­­ciación y los convenios colectivos (arts. 82 a 92) y, no­­ve­­­do­­­­­­sa­­men­­­­te, las in­­fracciones laborales (arts. 93 a 97).
Sin embargo, este último título, que incorporaba las normas sobre la materia procedentes de la Ley de Infracciones y Sanciones en el Orden Social, era derogado de modo expreso e íntegro, en un viaje de ida y vuelta cantado, por el Texto Refundido de ésta, que rescataba así en el año 2000 [a través de ésta y de otras operaciones derogatorias semejantes] su originaria vocación general dentro del ámbito administrativo sancionador en el orden social (STC 195/1996) y, a fin de cuentas, devolvía a la Ley del Estatuto de los Trabajadores la estructura normativa y el contenido institucional [triple en ambos casos, como se sabe] con que había nacido.
Con todo, el vigente Texto Re­­fun­­­­­­­dido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, objeto de los Comentarios de que aquí se da cuenta, no ha dejado de ser objeto, por su parte, de modi­­­fi­­­caciones de diverso al­­­­cance por normas legales pos­­teriores, que auguran seguramente una nueva refundición en el futuro. La última de las cuales, por el momento, no es otra que la importante Ley 35/2010, de 17 de septiembre, de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo [la “versión 2010 de la reforma laboral permanente”, como he titulado en otra ocasión], asimismo incorporada a nuestra obra.
Sea como fuere, lo cierto es que la Ley del Estatuto de los Trabajadores comparece ante el observador desde luego, como recuerda Luis Enrique de la Villa en el prólogo de la obra, como «la norma jurídico laboral más importante del ordenamiento español». Y, como tal, no puede sorprender naturalmente que haya sido objeto a lo largo de sus muchos años de vigencia de un sinfín de ediciones comentadas con uno u otro propósito y alcance efectivo. Ahí está por todas ellas, ciertamente, y sin que me permita ahora ninguna otra referencia, la que el maestro Manuel Alonso Olea dirigía con ocasión del vigésimo cumpleaños de la disposición legal [El Estatuto de los Trabajadores. Veinte años después, 2000], que veía la luz como número 100, especial monográfico en dos volúmenes, de la Revista Española de Derecho del Trabajo que aquél dirigía y, asimismo, en publicación independiente por parte de la Editorial Civitas de Madrid.
Ahora, cuando se cumplen treinta y un años desde la entrada en vigor de la norma, se publica el ambicioso y colosal comentario del Estatuto de los Trabajadores que Luis Enrique de la Villa Gil ha dirigido para Iustel. La labor de recopilación y comentario de disposiciones normativas laborales, sindicales y de seguridad social no había sido ajena verdaderamente a su producción científica. Antes al contrario, alrededor de una veintena de publicaciones habían recogido hasta la fecha el provechoso y cuidado balance general de este quehacer, practicado en su mayoría en equipo y bajo su dirección y de las que dan cuenta y pormenor las densas relaciones bibliográficas del autor. En esta ocasión, los Comentarios al Estatuto de los Trabajadores, bajo la dirección de Luis Enrique de la Villa, reúnen la esforzada contribución de dieciocho autores, entre los que se cuenta de modo principal el propio maestro, que se distribuyen el análisis del articulado de la Ley. Son los afortunados comentaristas, por el mismo orden alfabético con que aparecen en la portada de la obra y con su director al final, J. I. García Ninet, I. García-Perrote Escartín, A, Garrigues Giménez, E. Juanes Fraga, D. Lantarón Barquín, M. A. Limón Luque, Lourdes López Cumbre, J. R. Mercader Uguina, M. Nogueira Guatavino, A. de la Puebla Pinilla, Mª. G. Quintero Lima, B. Suárez Corujo, G. Tudela Cambronero, Y. Vadeolivas García, D. de la Villa de la Serna, G. de la Villa de la Serna, L. E. de la Villa de la Serna y L. E. de la Villa Gil.
La obra exhibe una coherencia y homogeneidad que la distingue con fuerza de otras experiencias del género. Por lo pronto, por la consistencia científica de su autoría, en la medida en que, a pesar de la pluralidad extendida de coautores, todos ellos participan sin excepción de un tronco doctrinal y formativo originario [«discípulos directos o discípulos directos de mis discípulos directos», «el sueño de un sueño», advertirá el maestro con legítimo orgullo en el mencionado prólogo]. Pero es que, además, destaca aquélla sobremanera por la portentosa y uniforme disciplina, marca de la casa desde luego, del método con que se acomete cada comentario de cada precepto de la Ley. «Tratar todos los preceptos con el mismo método –advierte el profesor de la Villa de seguido-, sean claros u oscuros, sustantivos o instrumentales, largos o cortos, muy estudiados por los colegas o apenas arañados por la literatura existente», puesto que, proseguirá a continuación sin merma de razón, «hay que reconocer que hacerlo de ese modo debe ser difícil pues no viene siendo la regla en este particular capítulo de la producción científica, que hace muchas veces de los libros de glosa legal una colección de comentarios tan dispares cuantos sean los autores de los mismos».
Cada comentario de los noventa y siete artículos [existen dos artículos bis] y de las treinta y siete disposiciones [dieciocho adicionales, trece transitorias, una derogatoria y cinco finales] de que consta el Estatuto de los Trabajadores, que no dejan de ser en realidad sino otros tantos ensayos sobre la materia o materias suscitadas por cada precepto [la autoría de los comentarios figura por cierto en una relación general previa], se compone estructuralmente de un quíntuple contenido.
El texto aborda, en primer lugar, los antecedentes del precepto objeto del comentario, «para [explica Luis Enrique de la Villa de nuevo en el prólogo de la obra, a quien se debe cuanto se entrecomilla a continuación] saber de dónde vienen [las normas], antes de decidir a dónde van». En segundo, las concordancias «siquiera más relevantes con otros preceptos del mismo y de distintos cuerpos normativos». En tercero, la jurisprudencia social, doctrina judicial y doctrina constitucional que «los supuestos de hecho contemplados por el legislador hayan merecido a lo largo del tiempo». En cuarto, los esfuerzos doctrinales precedentes, «sin cuyo conocimiento la lectura del comentario queda inevitablemente coja». Y, en quinto y último, la aportación personal de quien «se compromete a decir algo que ni se desprende con sencillez del mero acercamiento a la dicción legal ni, en la medida de lo posible, ha sido dicho con anterioridad».
Sólo queda, en fin, que el lector de estas líneas, interesado por hipótesis en el ordenamiento jurídico laboral, se adentre sin demora en el conocimiento de una obra a todas luces imprescindible.


Manuel Carlos Palomeque

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