sábado, 5 de marzo de 2011

La Música es él



Si algún compositor puede decir, al modo del Rey Sol, “la Música soy yo”, ése es Ludwig van Beethoven. De  manera tan contundente como exacta define el filósofo Eugenio Trías (El canto de las sirenas, Argumentos musicales, 2007) la magia arrebatadora que el músico alemán habría de desplegar para siempre, acaso como ningún otro de la extensa nómina de sus colegas, entre los entendidos más conspicuos y también entre los aficionados comunes. En ello radica para Trías uno de los enigmas inextricables de la historia de la cultura, y que no es otro que la capacidad inaudita del sordo genial para conseguir el mismo aplauso y degustación entusiasta entre los creadores, los musicólogos y los intérpretes de vanguardia, de un lado, y de otro el público más popular.

Yo no sé en realidad cuántos de los primeros asistieron a la interpretación del concierto para violín en re mayor de Beethoven (el único que escribió para este instrumento solista) a cargo del virtuoso canadiense Corey Cerovsek dentro del Florilegio Musical Salmantino de este año. Pero sí puedo dar cuenta en cambio, porque allí estaba para poderlo decir ahora, del modo como la excelsa música del maestro aturdidor, una de las más bellas y poéticas de su obra entera y semejante por la masa orquestal requerida para su ejecución a cualquiera de sus sinfonías gloriosas, se extendía a través de un público rendido cuya entrega tan sólo era comparable a su propia turbación.

El deleite estaba servido para todos cuantos llenábamos un Patio Barroco de la Universidad Pontificia que esa noche lucía especialmente hermoso, a los pies de la Clerecía y apenas bañado por la iluminación de sus torres, y al que no dejaban de asomarse en respetuoso conciliábulo las cigüeñas circundantes, que se aprestaban a ocupar sus plateas celestiales en la representación. El concierto ha merecido por descontado la atención del repertorio de los grandes violinistas de los dos siglos, desde el mítico Franz Clement que lo estrenó en 1806 en el beethoveniano Theater an der Wien de la capital austriaca, hasta, ya en el veinte, Jehudi Menuhin o David Oistrak, a quienes se deben grabaciones memorables de la obra. La interpretación del joven Cerovsek en el Florilegio fue desde luego apabullante por su calor y virtuosismo. Créanme  ustedes y, si no, pregunten a las cigüeñas, si es que las encuentran.

Manuel Carlos Palomeque 

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